Entiéndanme el silogismo, y espero que no se molesten, pero estoy contentísimo día sí y otro también de la aparición de corruptos en los medios de comunicación. El corrupto exhibido, y la posterior y lógica indignación del ciudadano, es una muestra preclara del vigor de una democracia. Cuanto más corruptos empapelados, mayor es la vitalidad de una sociedad. Habrá, y así lo oigo entre tertulianos amanecidos y apretones de subsuelo rodante los días razonables, quien piense que la decadencia occidental (en su variante sociable) ha llegado a extremos colindantes con el abismo. No seré yo el censor del pueblo a los pies de la guillotina, pues mi cabeza seguramente sería una de las desahuciadas. Sin embargo, permítame el lector alejarme de vocingleras soflamas y optimismo defraudado. Partiendo de un desencanto dialéctico frente a la condición humana (que asume su mezquindad al tiempo que se asombra de sus milagros) no logra sorprenderme la codicia milimétrica de los sátrapas de salón, municipio y sindicato. En cambio, me cuesta esfuerzos de prestidigitación mental abrumadora entender la conducta de tipos que roban a espuertas y sin disimulo valiéndose de cargos electos o influencias populares. Tal vez la enfermedad literaria/cinematográfica o la moral de los párrocos que no tocaban me impida simpatizar con un pecado capital que sobrepasa hasta la ofensa el ejercicio rapaz de la picaresca inocua. El baile de ceros (todavía leo los desfalcos y los premios de las loterías hiperbólicas adecuándolos a los baremos pecuniarios de la extinta peseta) no cesa a derecha ni a izquierda. Y, sobre todo en épocas de montante escaso, no se me hace difícil comprender el escupitajo a la casta política. Pero seamos justos: en todos los gremios cuecen habas y bandidos engominados. El único problema son los bandos y banderines ideológicos, que inevitablemente conducen al “y tú más”. El lodazal de la semana corresponde a Mallorca y encharca al PP. La pasada fue la foto de un Roldán embozado en el autobús arguyendo dos chavos en el bolsillo. Me alegro, ya digo, de que aflore la inmundicia. Aunque sólo sea para que los papeles (y sus derivados audiovisuales) ganen con ello algo de pasta.