Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Cherchez la femme IV

12 de septiembre de 2008

Las palabras más recurrentes han sido fría y gris. No sé si conforman ya un cliché que sirve para rotos y descosidos. El lema de una generación que cruzó el silencio de cabo a rabo (“D’aquells pollosos anys quarantes/ no te’n diré res més per ara” escribe Gabriel Ferrater en prodigioso Poema Inacabat). Un túnel oscuro como ciertas reputaciones. Sea como fuere, la Barcelona vencida se amoldó a regañadientes al papel designado por los vencedores. Desde la entrada victoriosa de las tropas fascistas y moras hasta la multitudinaria misa en plaza Cataluña para lavar los pecados de una hembra que había retozado toda una guerra con satánicos comunistas. Allí estaba el libertador Yagüe por la gracia de Dios y el Caudillo. El imperio hundió su bota en el gaznate de una fatigada, hambrienta y desarrapada ben plantada y la hizo rezar en latinajos y a hostia limpia. De nada sirvieron los consejos del por entonces todavía falangista de primera hora Dionisio Ridruejo. Ridruejo quería hacerse suya a la burguesía local y al obrerismo autóctono –ilusiones ilusas del señoritismo joseantoniano- repartiendo propaganda victoriosa estampada en catalán. El estupor de los jerifaltes con su posterior carcajada debió de ser inmensa. En todo caso a Ridruejo –como a algunos hombres inteligentes, católicos de corazón y algún que otro liberal despistado- el invento franquista de totum revolutum gallego, de boina carlista, camisa azul que tú bordaste en rojo ayer, lustrosas botas de chusquero venido a más, reyes católicos, anticomunismo de economía dirigida y contubernio judeomasónico, empezó a parecerles lo que realmente era ya que nunca había pretendido ser otra cosa: una coña trágica y macabra. Mortal.

Fría y gris. La estación de Francia. Maletas de cartón y duro banco de Transmiserià, ojú, qué frío. Años de Somorrostro y el campo de la Bota, la mugre de las chabolas, piojos, sabañones y el gris, siempre gris el cielo. Desde el estallido de la guerra estas calles improvisadas por la lluvia, estos rostros paralizados por el hambre, no habían vuelto a ver el “sentimiento hecho carne”, en palabras de Sebastià Gasch, el cuerpo eléctrico y bruñido de Carmen Amaya. Gasch, cazador insomne de talentos noctívagos, la vio actuar antes de la guerra y el exilio (el de Gasch, se entiende) en “La Taurina”, un local de Barcelona. El deslumbramiento fue total. Sin embargo el taconeo desclazo de Amaya viene de antes. De sus actuaciones de mocosa en el "Set Portes". Amaya se fue y triunfó verdaderamente, que es la manera de triunfar en un país corroído por la envidia. Volvió consagrada de flashes, ramos de rosas y Nodo, un suponer. Y fuente propia. La fuente de Camen Amaya, en Barcelona, que motivó un bello poema de José Hierro, basado en un artículo de César González-Ruano.

No el mar, sino esta fuente junto al mar.
Y la ciudad, detrás. (Qué importa la ciudad.
La ciudad era tiempo: primero, Roma y sus murallas,
y sucesivamente, peces de barras rojas en el lomo,
rejerías y ojivas, el poderío de las naves
de la Corona de Aragón.
Más tarde, un diálogo de humos.)

La ciudad era un diálogo de aguas
-la fuente, el mar-; la vida, un diálogo de aguas,
Una chiquillería desnudita y morena.
Y un griterío, un amontonamiento
en aquel aire cálido.
Y olor a hogueras que no tienen tiempo.
Y nada más que ojos oscuros
para mirar, mirar, mirar…
Esto ocurría en lo que llaman,
Los que no son de nuestra raza, pasado.

De noche me acercaba a las olas.
Las olas no ocultaban ruiseñores
como el agua del cántaro que yo apoyaba en mi cadera.
De noche, entre las olas, de cara al tiempo congelado,
sonaba el mar a hojas de otoño, pisoteadas por los pájaros.
Ceñía mis tobillos de diamantes.
Allí era el reino del vaivén, del ritmo,
de lo eterno acunado. El mar tampoco,
como si fuera de mi raza, se encadenaba al tiempo
(…)
Porque ahora pienso que he olvidado el cántaro,
Y la tarde se queda sin ruiseñor que la ilumine,
Y tengo miedo de volver sin agua,
y yo no sé dónde está el cántaro
y mi madre me va a reñir
porque a ver cómo vamos a guisar,
a lavar la ropita de los niños…
Y yo no sé qué le diré para que pueda comprenderlo.


Fría y gris. Fría de frío pero también de hambre y miedo. La supervivencia muchas veces estuvo encadenada a la colaboración cuando no a la afección. Ciudad querida. El amor a Cataluña de Giménez-Caballero tiene ese poso perverso de la dominación del macho. La rodilla, friegasuelos y enfundada en medias de cristal, sobada por los dedos nicotinosos, blandos, húmedos y clandestinos. La mejor encarnación de la ciudad querida tal vez sea la Carmen Broto de Si te dicen que caí, ficción imprescindible que en su grandeza cuenta la verdad de la posguerra mediante una mentira de aventi milimetrada. De ahí su modernidad perenne.

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