Mal adaptada su obra en el cine, pero con una gran capacidad visual para la encarnación de personajes, sus gestos, y la evocación de espacios imaginados, Juan Marsé recibió el Cervantes con un discurso que era, en parte, tributo a la narración pura y a las relaciones impuras, contaminadas y memorables del cine y la literatura. Dijo el autor de “Si te dicen que caí”: “Sabemos que algunas estrategias narrativas de la novelística contemporánea tienen su origen en el arte cinematográfico. Los Chaplin, Renoir, Lubitsch, Walsh, Lang, De Sica, Buñuel, Erice, Truffaut, Welles, Bardem, Berlanga y Azcona, Keaton o Hitchcock, por citar unos cuantos, nos hablaron de otra armonía posible entre los sueños y el mundo. Y en mi lista de personajes de ficción favoritos, Harry Lime y Viridiana son tan memorables como Julien Sorel o Ana Ozores. Cuando uno era todavía un mozalbete presumido, ir al cine era algo que formaba parte de la cultura popular, un rito semanal en el que participaba toda la familia, toda la comunidad. Descodificar el drama, la comedia o la aventura en las fotografías expuestas en el panel de la entrada de los cines, descifrar una sonrisa, un gesto, una mirada de los protagonistas, apartar luego las cortinas y penetrar en la oscuridad rasgada por una plata luminosa, era tan emocionante como adentrarse en la trama de una buena novela o memorizar un poema. A lo largo de más de tres décadas, desde los años veinte del mudo hasta mediados los sesenta, antes del auge y el abuso de la tecnología, el cine estableció con la novelística una alianza para intercambiar formas y contenidos, palabras sabias, mitos, una sensibilidad y una estética del gesto, y hasta unos hábitos de comportamiento. La novela asumió la impronta decididamente visual de la narrativa cinematográfica, el potencial simbólico de las imágenes y su cadencia, y el deseo de hacerle ver al lector lo que lee, que yo comparto, propició en la ficción literaria nuevas formas y tendencias”. Vale la pena incluir la larga cita, pues refleja a las mil maravillas una concepción del cine que tiene conciencia de su parentesco literario, de unas formas narrativas que se retroalimentan y unas historias que pasaron del papel a la pantalla sin dificultad y con fortuna desigual. De este encamamiento incestuoso entre cine y literatura, de la bipolaridad con tintes stevensonianos, de las adaptaciones brillantes, mediocres o directamente fallidas, se ha ocupado el escritor Javier Coma en uno de sus últimos ensayos: “Doctor Libro y Míster Film”. Su recorrido se inscribe en la gran tradición norteamericana de narradores modernos, que cronológicamente se sitúa entre las dos grandes guerras y pervive hasta la década de los sesenta del pasado siglo. Pero cambiando de continente, aunque siguiendo con similares coordenadas temporales, una adaptación literaria abre puertas a la aparición del neorrealismo italiano. En 1942, Visconti se vale del sustrato literario “El cartero siempre llama dos veces” de James Cain para rodar un film ígneo y mortal bajo el literal título de Obsesión. No será la última vez que Visconti recurra a la literatura para dar forma narrativa a sus films. Pasarán por sus manos Lampedusa, Dostoievsky, Camus, Mann o Verga. Hay, pues, una gran tradición italiana que ensambla cine y literatura con una naturalidad sin engolamientos ni fisuras conceptuales. La lista es larga y alcanza nombres de la talla de Pasolini, Rossellini, Antonioni y compañía.
LA LITERATURA DE FELLINI
Fellini, como en muchos otros aspectos cinematográficos, mantiene con la literatura una relación particularmente extravagante. Más allá de las referencias, del sustrato cultivado que puedan permanecer en sus films, cogió prestado grandes textos de la literatura para darles la vuelta como un calcetín o como puro pretexto y punto de partida para recrear unas fantasías barrocas. abstractas y de temporalidad difusa. Para ello, se fijó en textos igualmente barrocos y, en gran parte, moldeados por encima de modas circunstanciales. El caso más significativo, claro está, es la adaptación del episodio veneciano de “Las Memorias” de Giacomo Casanova. Esa suerte de exhibición monumental y manierista de una vida vivida al límite y plagada de excesos se acomoda bien a los usos y costumbres del cine de Fellini. Leemos en el prefacio de las memorias de marras: “Al acordarme de los placeres que he experimentado, los revivo y gozo con ellos por segunda vez, y me río de las penas que he sufrido y que ya no siento. Miembro del Universo, hablo al aire y me figuro que rindo cuentas de mi gestión, igual que un mayordomo a su amo antes de marcharse. En cuanto a mi porvenir, nunca he querido preocuparme filosóficamente, porque no sé nada de él; y porque, como cristiano, considero que la fe debe creer sin razonar, y que la más pura guarda un profundo silencio. Sé que he existido, porque he sentido; y puesto que el sentir me da este conocimiento, sé también que ya no existirá cuando haya dejado de sentir.” La sensualidad de Casanova y la intención de rememorar un mundo extinto están presentes en Casanova de 1976. De hecho, Fellini carga las tintas en un personaje paradójico, excesivo, carnal y erótico, y en unos escenarios de teatralidad y recargamiento espectrales. Los episodios venecianos de “Las Memorias” son la base literaria a la que se sujeta el realizador para volcar buena parte de las obsesiones y el gusto onírico de su cine: las mujeres, la decadencia humana, la culpa mal reprimida, el tiempo que acecha más a manera de pasado recuperado. El gran teatro del mundo, en fin. En 1968, el director se embarca, junto a Louis Malle y Roger Vadim, en el proyecto Historias extraordinarias, basado en la obra de Edgard Allan Poe. El mediometraje de Fellini, el episodio de “Toby Dammit”, es una de las grandes creaciones fellinianas. El realizador se llevó el gato (negro) al agua e ideó una trama de noches romanas con un turbador Terence Stamp en la piel de un actor que llega a Italia para protagonizar un wester y acaba teniéndoselas con el mismísimo Lucifer. Otra de las supuestas “adaptaciones” declaradas, que van más allá de las influencias y que llevan marchamo de versión cinematográfica de obra literaria es Satyricon de 1969. Esta vez escogió un clásico añejo de Petronio para pergeñar un film que sigue las constantes morales y con puntos moralizadores del texto homónimo. Tanto la obra como la película se acercan a una Roma decadente y viciada, a través del recorrido lineal de unos pícaros. Sin embargo, Fellini, al retrotraersea una época pasada, pierde buena parte de la vitriólica sátira del texto original. Bien es cierto que puede entenderse el film como una parábola, como metáfora moral del presente romano. Además, la película significa otro tributo a la gran ciudad, una ciudad querida, fascinante y al mismo tiempo criticada. Así pues, y como hará diez años más tarde con el texto del libertino dieciochesco, Fellini, a través del juego temporal, de los anacronismos y la fantasía, establece vínculos entre presente y pasado, acercando el sustrato literario a la modernidad. Pues parece ser una de las intenciones del director demostrar la ligazón y la persistencia de mundos y modos pasados en el tiempo presente. De las versiones libérrimas que Fellini realizó a lo largo de su filmografía, nos encontramos con el ocaso (tanto creativo como vital) de La voz de la luna (1989). En esta ocasión, Fellini se basó en la sobresaliente novela de Ermanno Cavazzoni "Poemas de un lunático". Conceptualmente, las cuatro obras literarias comparten una mirada marginal sobre la sociedad de su momento. En el caso de Cavazzoni, que, por otra parte, colaboró en el guión, la diatriba se acomoda a un presente que ferozmente materialista y de conducta autista. El viaje por Italia de los dos personajes es el recorrido común de la novela clásica y no pretende otra cosa que armar un friso coral de la actualidad. Sin ninguna duda, este film está muy por debajo de la calidad artística de las dos anteriores. Tal vez una de las razones del naufragio último sea que a la hora de abordar textos literarios, el realizador se encontrara más cómodo con épocas pasadas, que le permitían moverse a su antojo, jugar escurridizo con el anacronismo, la hipérbole y la fantasía desbocada. Pese a todo, y haciendo uso del lugar común, cabe afirmar que el director fue fiel al "espíritu de la letra" y supo trasladar la intención literaria a la riqueza plástica de su cine. De las cuatro obras, siento especial querencia por su recreación del libertino Casanova. De hecho, es imposible leer una sola línea (publicadas en español por Acantilado) de las monumentales confesiones de un follador, con perdón, y arribista sin acordarse de la jeta nariguda de Sutherland. Las cuatro grandes obras literarias que adaptó Fellini, más allá de otras influencias secundarias, comparten el mismo calado crítico y una mirada acerada sobre la sociedad de su momento. En cualquier caso, Fellini, fiel a su personalidad libérrima, creó cuatro películas que iban más allá de la puesta en imágenes de la letra original.
Dirigido por, nº 391, julio-agosto 2009