Recuerdo anecdótico la anagnórisis de Ulises en la primera clase aquella de instituto de extrarradio. Redacción de tercero de BUP. La carga de la brigada ligera contra el llorón sentimentalismo y la impostura de los líricos malhadados y manieristas. Ejemplar Quijote mamado del manco Martín de Riquer. Los dieciochecos sin nacionalismo y, según el encerado, mucho más dialécticos y piadosamente irónicos que cierta furibundia sin ironía de Libertad Digital sabatina que vino después. Y los pobres Sitadans de Calatayud. Al año siguiente, no quedó la cosa en el noventayocho chocheante del programa de COU. Como un milagro, los nombres de Proust, Bergson, Joyce, Kafka, Pirandello, Camus, Svevo, Faulkner, Ferlosio, Marsé y por ahí empezaron a resultar de una familiaridad peligrosa. Abrieron un mundo nuevo, que durante años, me alejaron por completo y por complejo (la biblioteca familiar era de risa, no teníamos una reproducción del “Guernika” de Picasso en la sala de estar, y mon pare -¡hijo de combatiente republicano!- compraba el ABC y votaba al PP) de mi entorno cotidiano. Me enfrasqué en la lectura de El manifiesto comunista, Qué hacer, La revolución permanente y demás tochacos destinados a impresionar a un chico de pueblo y proletariado acomodado (o sea sin vagancias ni subsidios) con reproductor de vídeo VHS (hablamos de la época del pirulero Beta y la estafa enfática del Sistema 2000). Aquellas clases fueron decisivas. Y años después, su sentencia reconfortante: “Jordi, tu sempre has sigut de dretes!”. Me decidí por la filología hispánica. Entonces, pobre de mí, quería escribir en los papeles y pergeñar el gran poema épico de la Barcelona sigloveintecambalache (como, por otra parte, todo hijo de vecino). Dudaba, pues, entre la literatura y el periodismo (uno y lo mismo, aunque la praxis de peix bullit y analfabetismo actual se empeñe en lo contrario). Fue Alfons (que a la sazón daba clases de documentación en la facultad de periodismo) quien me aconsejó que pasara de formarme en primera instancia en el periodismo, pues acabaría hasta el gorro de redactar entradillas, contumaces como el escozor de las ladillas, y saldría con una visión de la historia y la literatura paupérrima, propia de un preescolar suscrito a Anagrama (aunque probablemente no me leas, Alfons, desde aquí te mando el más agradecido agradecimiento por el consejo público de profe).
Nunca me puso el sobresaliente. Como una herida. Así que cuando el 9’75 de literatura española en la selectividad fui a tirárselo en cara con toda mi impertinencia y chulería impresentables. Fue, como siempre, paciente, generosa y amable. Estuvo en uno de los peores momentos de mi vida. Eso que dicen un funeral. Fue una sorpresa emocionante. Una de las más agradables y reconfortantes sorpresas que confirman la grandeza de la vida entre tanta miseria atroz. Me enseñó que no hay literatura sin libertad ni independencia, y que, por otra parte, la literatura no hay que tomársela demasiado en serio. A veces, y muy a mi pesar, no le hago caso. Para mí, es una profesora extraterrestre, fuera de lo común, sin parangón alguno (en sus clases se ha formado uno de los grandes escritores catalanes, disfrazado actualmente de médium, al que estoy seguro que habrá que leer); decía la novia de mi hermano, que fue alumna suya, que tiene una voz radiofónica. Yo, que he malvivido durante años en la radio, sería más preciso en la definición. Pero más allá de su impagable labor profesional, es una amiga. Una amiga insustituible. Una gran amiga. Como prueba este enlace.