Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

La sombra del Iceberg

8 de enero de 2009



Muerte de un miliciano
La Guerra Civil española (1936-1939) suscitó un interés internacional remarcable. La controvertida decisión de las democracias occidentales de no inmiscuirse a favor del gobierno legítimo de la República, así como la ayuda de los ejércitos italiano y nazi al golpe militar, favorecieron una adhesión civil a una tragedia descarnada. Hubo mucho de aventura e ideales hiperbólicos en aquellos periodistas, escritores, fotógrafos, poetas que se acercaron a las trincheras para vivir una revolución en primera persona. El caso de George Orwell tiene mucho de ejemplar. Uno de los escritores más lúcidos e independientes del pasado siglo. Orwell llegó a Barcelona con el único propósito de matar fascistas. No tiene reparos en reconocerlo en las páginas de aquel libro con título equívoco, “Homenaje a Cataluña”, pues el homenaje se ciñe al hambre, la mugre, los chinches, la incompetencia e ineficacia militares y al fatal retraso de los trenes. La mella en la memoria de la experiencia en la Guerra Civil española marca el posterior desencanto del escritor inglés y su alejamiento de posiciones ideológicas radicales y con visos totalitarios.
La nómina de la solidaridad no tiene fin y su relumbrón es cegador: Hemingway, Dos Passos, Auden, Malraux, Spender, etc. En “De eso se trata”, el escritor Juan Villoro dedica un ensayo a la decisiva estancia de Hemingway en España, que, entre otras cosas, le sirvió para pergeñar una sarta de tópicos titulada “Por quién doblan las campanas”. En el citado ensayo, Villoro se refiere a la relación de amistad entre el escritor estadounidense y el fotógrafo Robert Capa:
“Hemingway llegó a la guerra civil con el corazón dividido por sus amoríos, el afán casi desesperado de encontrar un tema literario y el temor de que sus facultades empezaran a mermar. Nada de esto se transparentaba en su apariencia. El novelista se presentó en el frente como si posara para la metralla de luces de Robert Capa, el joven fotógrafo húngaro que ganaría celebridad en la contienda y consideraría a Hemingway un segundo padre (…). Abundan los testimonios que acreditan el valor y la entereza de Hemingway en el frente de guerra. En su autobiografía, Slightly Out of focus, Capa habla del aplomo con que el novelista cruzó el Ebro en su bote que alquiló por unos cigarrillos cuando todos los puentes habían sido volados”. Hemingway, incluso inmerso en la guerra, no dejó de vivir su particular safari.
El fotógrafo Robert Capa, por su parte, llegó a España procedente de su Hungría natal. Todavía era un joven fotógrafo desconocido, y la Guerra Civil le proporcionó un aprendizaje en la fotografía de primera línea que unos años más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, llevaría a la maestría en los frentes africano y europeo. Y aquí llegamos a La sombra del Iceberg. En el Cerro Muriano, en el frente de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936, Capa captó una imagen que enseguida se hizo mundialmente famosa, convirtiéndose en un símbolo de la contienda española y en un icono contemporáneo. La foto se titula Muerte de un miliciano y en ella se inmortaliza supuestamente al soldado anarquista Federico Borrell García justo antes de caer abatido a causa de las balas enemigas. El equipo de rodaje de La sombra del Iceberg, con sus directores Hugo Doménech y Raúl M. Riebenbáhuer a la cabeza, ha realizado un trabajo de investigación periodística encomiable. A través del rigor documental, han develado falsos mitos y han restituido la verdad histórica que cuestiona la veracidad de la fotografía de marras. De hecho, se trata de una lección de lo que en verdad debe ser el documental. Evidentemente, algunos no podríamos vivir sin el chute de leyenda dura, de ficción que rastrea el envés de la realidad mediante el arte de inventar historias; sin embargo demandamos también al cine que sea capaz de producir películas que busquen la veracidad de los hechos sin trampas ni cartón. En este caso, ofreciendo la duda más que razonable de que el miliciano de Capa no fuera un caído en campo de batalla, sino que se tratara de un montaje elaborado con un necesario fin propagandístico. La dignidad, el gesto heroico del miliciano debían servir para conmover conciencias tibias e insuflar valor (más si cabe) a los que permanecían agazapados en las trincheras. Nada que objetar. Pero, al mismo tiempo, reconforta que en la embutida cartelera navideña de sonrisas y estruendos haya un hueco para este frío iceberg destinado a demostrar que el rigor y el tesón documentales tienen su lugar en una pantalla de cine. Y, claro está, sin lirismos ni manierismos formales. Una seca y contundente labor de contención visual. Cuentan sólo los hechos. Esta vez, por lo menos.

Dirigido por, nº 385. Enero 2009.

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