Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

La fábrica de sueños

10 de enero de 2009

Me pilla la necesidad de redactar estas líneas justo cuando acabo de leer un pequeño y delicioso ensayo sobre los albores de la industria de Hollywood titulado “La fábrica de sueños”, de Ila Ehrenburg, y publicado por la joven pero activa Editorial Melusina. Ehrenburg fue un tipo realmente curioso. Un ruso judío que se dedicó ya desde los años de sangre alterada, testosterona a flor de piel y acné tumultuoso a practicar la revolución junto a camaradas de la talla de Bujarin. Después de hacer un poco el gamberro, se trasladó a París donde trabó amistad con la crema de la intelectualidad del momento: Léger, Apollinaire, Picasso y tal. De él dejó dicho el corrosivo, arbitrario e inteligente Nabokov, con el desdén esteta del escupitajo entre dientes, que su valía como escritor era nula, pues era “periodista. Siempre fue un corrupto”. Desconocemos si el aristócrata que abominaba de “El Quijote” consideraba que el oficio de reportero estaba fatalmente vinculado a la degeneración moral. Sea como fuera, Ehrenburg ejerció su profesión honrosamente en diversas ocasiones. Durante la II Guerra Mundial, se dedicó a despotricar de los alemanes en la revista propagandística Estrella Roja. Según parece, sus artículos eran tan persuasivos que incluso se vio obligado a rebajar el tono de sus imprecaciones contra el teutón, puesto que los soldados rojos, inflamados por el efecto de la lectura, se les iba la mano despiadadamente con el enemigo. Más riguroso, tal vez por la colaboración de otro escritor judío, Vasili Grossman (autor de la monumental y desgarradora Vida y destino), se mostró con el Libro negro, donde se documenta el exterminio judío en la Europa Oriental.

En Koba el Temible, excelente radiografía del mal comunista cuya semilla leninista-trotskista germinó con una lógica previsible y brutal en la figura de Stalin, Martin Amis relata el encuentro entre el disidente Pasternak y el escéptico (corrupto, nos corregiría el severo Nabokov) Ehrenburg durante los años de Terror estalinista. Después de cuchichear sobre el horror totalitario y enumerar las checas rebosantes de carne humana despellejada, uno de los dos interlocutores sentenció: “¡Si al menos contaran a Stalin lo que está pasando!”. Puede que la incredulidad de que detrás del terror estuviera el trastocado georgiano se debiese a la condición de judío de Ehrenburg. Tal y como relató Joseph Roth en Viaje a Rusia y en Judíos errantes, la Revolución rusa tuvo entre sus filas innumerables judíos asqueados por los asesinatos y palizas a manos de los cosacos zaristas, y con el periodo soviético se eliminaron todos los pogromos contra esa raza y por primera vez adquirió rango de ciudadanía con cartilla de racionamiento.

Me queda un párrafo para anudar el cine con el asunto del suplemento que el lector tiene en sus manos. Me quedo con la inmigración. Decía al principio del artículo que andaba yo estos días enfrascado en la lectura de La fábrica de sueños. Ehrenburg, además de trazar un retrato con tintes satíricos del gran negocio de la producción de películas en masa, de la droga aliviadora que le inyectan en la retina de la oscuridad cavernosa de una sala de cine al pío trabajador que sueña en poco más de una hora una existencia de opulencias, romances y aventuras sin fin, rastrea la odisea de judíos y otros descendientes de europeos que emigraron a Estados Unidos con los bolsillos vacíos y acabaron construyendo el Hollywood clásico: Adolph Zuckor, Samuel Goldwyn, Alfred Hugenberg y compañía. Así pues, la más grande fábrica de sueños (el juguete más caro del mundo, tal y como bautizó Orson Welles al cine), la meca del cine y otros apelativos de papel cuché que remiten a Hollywood, fue construida, en gran medida, merced a la ambición, tenacidad e ingenio comercial de inmigrantes. Ojo al dato.

Catalunya Vanguardista, La Vanguardia (10-06-08)

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