Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Una terapia

13 de octubre de 2008

La diferencia que establecía Audrey Hepburn en el film Desayuno con diamantes (y no sabría ahora mismo decir si ya figuraba en el relato homónimo de Capote) entre días negros y días rojos encuentra su más descarnada encarnación en los domingos. Sostiene la vivales y encantadora Holly que los días negros son aquellos en que a uno le sale mal casi todo pero ese casi todo tiene su lógica razonable. En cambio los días rojos no tienen más explicación que un desasimiento absoluto, lúgubre y abisal.

Domingo es el día rojo por antonomasia.

Domingo es un día para borrar de los calendarios y de los fregaderos repletos de trabajo para más tarde. El día en que el Señor se dedicó a descansar después del estropicio. La tarde de domingo sería ideal para ir al cine si no fuera porque a todo el mundo se le ocurre la misma ocurrencia. Domingo tiene un no sé qué de viaducto tentador. Es un día hecho para el fútbol, la familia y las pantuflas.

Casi está uno por desear que llegue el lunes fúnebre para pasar el mal trago del paréntesis dominical, de la jornada de reflexión que lleva a una conclusión inequívoca ante el cementerio marino: “¿Díos mío, qué he hecho yo para merecer esto?”.

Con todo salimos a la calle con cierta dignidad y acicalamiento. Fingimos una determinación de la que hoy carecemos. Y paseamos entre cuerpos dignos y acicalados, gentes que, al igual que nosotros, finge una determinación de la que hoy domingo, día rojo por antonomasia, carece.

La pizpireta Holly encontraba el antídoto de los días rojos en los escaparates de Tiffany. Nadie pase por la vida sin un escaparate. Yo, por mi parte, aunque coqueto, no gusto de joyas; así que me pongo Desayuno con diamantes en el dvd. Y funciona.

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