Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Fosas comunes II

15 de octubre de 2008

LOS GIRASOLES CIEGOS
Qué malos eran y qué buenos somos

Hace unas semanas, a propósito de la Recuperación de la Memoria Histórica y de la tarea loable, aunque no exenta de refulgencias astrales, del juez Garzón, escribía el psiquiatra Juanjo M. Jambrina en su blog libérrimo Tierra Libertad: “la común impresión de que la Guerra civil es hoy y sobre todo un gran negocio editorial”. Unos días antes, y en una línea muy parecida, se explayaba el escritor Antonio Muñoz Molina sobre el mismo asunto de la industria editorial y la Guerra Civil española en un artículo publicado en Babelia (06/09/08), suplemento cultural de diario El País. Sostenía Muñoz Molina: “Los libros, las películas de moda ofrecen una memoria tan gustosa de saborear como un caramelo, con ese aire en el fondo tan acogedor que tiene el pasado en el cine de época: los automóviles, los peinados, los sombreros, los pupitres de madera, la lluvia, la nieve acogedoras; cuando no el heroísmo igualitario: chicos y chicas con uniformes impolutos de milicianos, haciendo una guerra que se parecería mucho a una fiesta o a un domingo de excursión si no fuera por esos malvados de bigotito fino y camisa azul o de sotana negra que lo estropean todo.”

Estoy de acuerdo en la crítica a cierto sesgo interesado que el periodo de la Guerra Civil está tomando en los últimos años, en una tendenciosidad teatral y oficial que olvida una verdad (histórica) mucho más difícil, intrincada y con tonalidades morales que poco tuvieron en común con la actual recuperación maniquea. Es de justicia, sin lugar a dudas, que cualquier persona sepa a ciencia cierta qué fue de sus familiares y dónde permanecen enterrados sus restos. Fue indignante, en mi opinión, el espectáculo que se ofreció en Salamanca a raíz del archivo histórico. Y tantos, tantos atropellos demasiadas veces protagonizados por aquellos que todavía se arrogan arrogantes unos derechos de conquista y una supremacía de matón encharcada en la dialéctica de puños y pistolas. Pero todo lo que sea dorar estatuas con el barniz del almíbar me parece hacer un flaco favor a la consolidación de una democracia madura que acepta su pasado sin arrojárselo día sí y otro también al vecino de enfrente.

En este caso, las narraciones que conforman "Los girasoles ciegos" de Alberto Méndez me parecen un duro y necesario tributo a los vencidos sin bando, a las víctimas de toda guerra más allá de la trinchera en la que combatieron (a menudo dictada al arbitrio y causada por casualidades difícilmente controlables), pues demuestran los desgarrados y torcidos renglones que ninguna idea vale un suicidio colectivo. Con ello no pretende el autor relativizar las insondables diferencias entre la legitimidad republicana y el golpismo fascista, como sólo podría hacer un país que frivoliza con su historia mediante tesis revisionistas.

En cambio, el film de Cuerda lee sagazmente la lírica incubada en la obra literaria de marras (como ya hiciera en el caso de “La lengua de las mariposas”) pero la utiliza en aras de un sentimentalismo afectado y sobón. Cuerda sabe mantener una fría contención visual, una distancia encomiable del encuadre que disimula cualquier atisbo de juegos de trilero en una historia fatigada y raída como la propia sotana del maléfico cura. Un cura, dicho sea de paso, que no alcanza la grandeza miserable de un Fermín de Pas ni la tragedia sulfúrica de un padre Amaro. Se trata, a fin de cuentas, de un cura chusquero y chusco. Un sacerdote obsesionado en sus cuitas de onanista reprimido con las piernas (le alabamos el gusto) de Maribel Verdú, actriz muy bregada en la encarnación de mujeres atrapadas en la inhumanidad de posguerra y que esta vez interpreta a la esposa de un republicano perseguido).
Para el triángulo de guión (firmado por el propio Cuerda y por Rafael Azcona) falta, pues, el buen republicano. Javier Cámara solventa con oficio la construcción de un profesor (¡cómo no!) y traductor con el drama de la derrota a cuestas y algún melodramático arrebato de ataque de cuernos. Tampoco falta el niño indefenso que será testigo de la barbarie y que, en un nivel de lectura subterráneo, funciona como símbolo de una generación que sobrevivió a los rigores del frío y el horror. Por lo demás, la impavidez prodigiosa, la morosidad sucinta, asfixiante, plomiza, agujereada de elipsis del relato de Méndez se ve afectada por el determinismo del metraje, que se recrea en los tiempos muertos y redunda en escenas de tránsito, cuando no de transición rutinaria, con el fin de posponer el aldabonazo final en la conciencia espectadora. Un final que algunos verán como el triunfo de una mirada hacia el pasado que se confunde con idílicos deseos de bondad y que, en el fondo, no es más que confortabilidad al resguardo de inclemencias caliginosas merced al aire acondicionado de la sala de cine.

Dirigido por, nº382, octubre 2008.

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