Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Som un milió

24 de octubre de 2008

Más de un millón de espectadores. Cumplida la cifra, me he decidido a ver la última de Woody Allen. No recuerdo ninguna película del director neoyorquino que haya despertado tanto interés por parte de la (digamos) prensa no especializada como Vicky, Cristina, Barcelona. Es verdad que esta vez el hecho noticiable se produjo más allá de la estricta historia cinematográfica. Allen rodaba en Barcelona. Al titular se le añadió el seguimiento mediático del rodaje. De sus bellos protagonistas y sus supuestos líos de prensa rosa. Pero sobre todo de su productor, Jaume Roures, y de los cambios que éste, amparado en instituciones públicas, habría obligado a introducir en el guión. Que si un pintor en lugar de un torero, que si “estudios de identidad catalana”, que si cuota de doblaje en lengua catalana, que si.

Aunque pueda parecer todo lo contrario, a Roures le ha beneficiado enormemente el salto del film a la esfera pública y la crítica desvinculada del corsé de reseña en las páginas de espectáculos. La máxima de todo productor: que hablen de la peli, aunque sea bien. Y Roures ha demostrado ser un gran productor. Ha sabido mantener al margen de toda escaramuza al director y ha sacado máximo rendimiento de la polémica, la dentellada y el “impacto social” (un sintagma que me gusta casi tanto como el verbo “implementar”). Me dicen que Roures aparece en la tele con un gesto que combina perplejidad y aflicción. Se queja constantemente en las entrevistas. Un productor de toda la vida.

Vicky, Cristina, Barcelona es, se mire como se mire, infumable. De las peores en la filmografía de Allen. Y además es aburridísima. Tiene un par de toques ingeniosos de guión. Pero a estas alturas de la vida y el cine, qué menos se le puede pedir a una película. Han hablado de la Barcelona de postal. Es verdad que la ciudad parece un parque Güell inmenso. Las escenas de Raval son insípidas. Las calles aparecen desiertas, imposibles, limpias. No huelen a orín y cloaca, que realmente es a lo que huelen las calles viejas. Me doy cuenta, entonces, que Allen nunca ha salido de la postal. Su Manhattan, su New York son de postal. Como su Londres, París y Venecia. Pero qué más da. Nunca frecuentamos el cine de Allen por su bullicio de aceras. Más bien por todo lo contrario. La soledad con huevos. Aquello sí era Barcelona. Aquello sí era fabuloso cine de postal. Aquello era la vida a veinticuatro fotogramas por segundo.

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