Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Cherchez la femme VII (y finiquito)

17 de septiembre de 2008

Los robustos vozarrones armonizaban con aquella presencia inesperada en portales carcomidos de orín, musgo y mugre: físicos de manobre convertidos a una feminidad hiperbólica y trágica. La tragedia se evidenciaba en el acoso irónico a requiebros, cuando uno fijaba la vista al frente invisible, apretaba el esfínter y aceleraba el paso. La carcajada mellada y desafiante se derrumbaba en la nuca con un esputo atragantado. Al entrar en El Pastís uno creía estar muy lejos de allí. Sobre todo si sonaba, como era costumbre, la Piaf.

El descubrimiento real de la ciudad se produjo en sus tiempos de resaca olímpica. En la calle Arc del Teatre fui testigo vergonzante de la paliza a una mujer. Un chulo hostiando inmisericorde a “su puta”. Pasó Ricardito Bofill (el novelista), con traje de marinero de primera comunión y mucha noche rayada a cuestas, diciendo la suya: una broma absurda, de mal gusto. La ciudad se repite en escenarios invariables mas condicionados por unos tiempos que marcan su ritmo, su lenguaje y el precio del menú. Con Pla creo que el progreso se ciñe únicamente a las mejoras del water closed. Aunque, en la calle Escudellers, me haya acordado más de una amanecida hedionda de la sentencia de Henry de Montherlant: “Barcelona es una ciudad de 600.000 habitantes, con sólo un urinario público”. Y hace muchos años que sobrepasó los seiscientos mil.

Los nombres de la memoria, así pues, pueden solaparse generacionalmente: Zeleste, KGB, Sidecar, Pipas Club, Harlem, Karma, New York, Garaje Club, London Bar y un largo etcétera de pupilas cansadas y vaso largo on the rocks. Guardo un entrañable recuerdo del Puerto Hurraco de Poble Nou, donde un punk habitual cortaba cada sábado la compacta masa de grifa con su perfil afilado y una rata inmensa (¡y viva!) adornando la hombrera de su chupa tachonada.

Todo habitante de la ciudad colecciona sus anécdotas, y si es sabio sabe administrarlas como los tópicos en los funerales. Siempre, en cualquier caso, me deprimió la marginación. De ahí que mi paso por el antaño Distrito V fuera cabreado y furtivo. Viví en un cuchitril de la calle Tallers cuando creía en la genialidad por el hambre y en la redención de las masas (bueno, vale, ésta última nunca me la creí; ni la otra tampoco...) Pese a todo, las croquetas de la tieta me salvaron del estropicio y los veinte mil filipinos hacinados en el cuchitril adyacente, que cada noche se emborrachaban y berreaban canciones de Sinatra y Elvis en un Karaoke doméstico, me vacunaron contra la martingala multicultural y multicolor. De la bandurria de Manu Chau: Ramblas p’arriba, Ramblas p’abajo,/ esta es la rumba de Barcelona…

Me acordé de la femme (h)ojeando el otro día un libro del situacionista ciclista Manuel Delgado en la librería de la CNT de la calle Joaquín Costa. La ciudad mentirosa, se titula. ¡Tremendo! Le echa en cara a la ciudad/hembra que sea una calientabraguetas, que higienice sus partes nobles en la palangana del Raval –“olorosa de crim”, escribió el sardónico Sebastià Gasch- y que desprecie la antropología de hoguera de Sant Joan y danzas medievales: una creída de pasarela de moda, vamos.

Finiquitado el modelo Barcelona con el aquelarre de los guerreros chinos del Fórum, parece ser que nos aguardan tiempos de autobús turístico y tienda del Barça (la millor tenda del món). A mí, personalmente, me molestan las mentiras en una mujer pero me atemoriza mucho más su sinceridad.

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