Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Cherchez la femme VI

14 de septiembre de 2008

De todas las ciudades que no he conocido, de todas las barcelonas ajenas que he escuchado y devorado a retazos, que he tocado con las yemas melancólicas de los dedos antes de desmoronarse para mi ruina, me quedo con una chica abalanzándose al galope hacia el final de la noche de Las Ramblas; cuando las Ramblas, olor a pétalo húmedo de rosas pisoteadas, vivían una de sus resurrecciones periódicas antes de su defunción definitiva, irreversible (y de la que hablaremos otro día). La adrenalina rauda de la cabalgata libre y la pupila verde fija en la mar verde, encabritada allá al final de la hilera impávida de plataneros. El vello de la nuca erizado, anegada en sudor la espalda y graníticos los pezones del vértigo entrecortado. Fantasean las yemas de los dedos antes de que la imagen se evapore sin aliento.

El Shandy uterino, o cabezudo espermatozoide pertinaz, recrea el final del túnel en un relato que siempre le ha fascinado, que busca en el buceo de su memoria imposible, de su nostalgia tantas veces fantaseada, corrompida de libros, viciada por el celuloide y esclava de un corazón infiel de cintura para abajo. Pues esa mirada verde le perseguirá incluso en el lecho de agonías y última comunión.

Sólo le salva el consuelo estético de aborrecer la gralla plasta de Eléctrica Dharma, las americanas de pana, los pantalones campanudos y el ateísmo de toda greña y grey, pero sobre todo si es en aras del fanatismo racionalista. Y el manifiesto aquel de los dos mil no sé cuántos Federicos monolingües. Hay unanimidad alborozada, eso sí, en la prestancia crónica del prólogo de Lo que queda de España. Prometo leerlo cuando finiquite las obras completas de Tucídides. No antes.

En todo caso, tengo sobre la mesilla de noche los destajos de Ribas en ajoblanco. Sin embargo los setentas y sus pueriles orgías de sexo indiscriminado me producen bostezos. Los porros, modorra. La farla, taquicardias. Y el ácido, ardores de estómago. Queda el tarareo simpático y muy de la época de La noia de porcellana y el convencimiento en blanco y negro, pese a que los tiempos eran postechnicolor-Lucy-In-The-Sky-With-Diamonds, de que las lágrimas del carnicero Arias Navarro demostraron que los exhibicionistas del llanto jondo son por regla general individuos de un sentimentalismo despiadado y de tajo por la espalda. Llorando de pena, of course, después de haberse cargado las esquinas de media Barcelona. En eso, como en otras pocas cosas, me fío de la estoica contención murciana.

Movíase Madrid en la movida subvencionada y alienada de jaco, y a la ciudad deseada le sobrevino la depre con los cíclicos complejos frente a la capital. Atrás quedaron las extravagantes damas que hicieron anchas las noches del Xino: de la Moños al travelo Ocaña, a quien Ventura Pons dedicó uno de los pocos documentales bellos y apreciables en una ciudad poco dada al documento fidedigno. Y de esta manera se eclipsó again el esplendor de la ciudad deseada. Los ochentas propiciaron el éxodo de creadores autóctonos, el auge del nacionalismo barretinero de Pujol, para quien Vic siempre fue una capital más pura que la díscola Barcelona, y la sentencia del naufragio según Félix de Azúa: Barcelona se ahogaba en el hundimiento del Titanic. Autocomplaciencia onanista de ciudad deseada.

Pese a todo, el optimismo zeleste de Gato Pérez relativizaba la caída libre y un escupitajo rocker y reventón de acné de José María Sanz y Sabino Méndez permitía leer entre ripios que el solipsismo adolescente se curaba con amor, mucho amor.

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