“Sólo conozco el mundo cuando escribo”. Así de sopetón la sentencia resulta de un artistismo que tira de espaldas. De un artistismo gandul y literal. Sin embargo, la frase de Roth, rasgueada en carta al escritor Stefan Zweig, y que recojo del prólogo de Eduardo Gil Bera a El juicio de la historia (Escritos 1920-1939) de Joseph Roth, describe sucinta y sensatamente el constante proceso de escritura, que, gracias a Dios, no sólo se circunscribe a un tecleo incesante. No. Decía más o menos el poeta Claudio Rodríguez que una buena manera de encontrar el ritmo silábico justo de los versos es amoldándolo a la cadencia distraída del paseo. Pienso que, salvando el odioso escollo de las comparaciones, otro tanto podría afirmarse del pergeñado de crónicas y demás papeles periódicos. Esto es, buena parte de su metraje se rueda en exteriores.
Tal vez mi interpretación sin contexto de la frase de Roth como un desvelamiento objetivo de la realidad que, aún así, no quiere desprenderse de las impresiones personales y circunstanciales, sirva asimismo de refugio de gandules –eso que los franceses, tan sabios a la hora de dignificar y ornamentar sus vicios mediante la parla, llaman flâneur. Acomodémonos en las incomodidades urbanas, pues nos negamos firmemente a prescindir de nuestra vocación de ociosos y distraídos.
De esta manera, el mundo queda reducido a proporciones cotidianas. Y su escritura no es otra cosa que el intento –proteico, no se piensen- de ordenar la confusión desde nuestras romas (qué duda cabe) posibilidades de mirones, paseantes, cotillas.
Definida la escritura como aprehensión modesta (¡y gandula!) de una realidad modesta, nos falta modestamente construir el escenario de los días. Pero, ay, éste es de una inmodestia inaudita: Barcelona. Sí, así es, la ciudad de Barcelona y sus andurriales. No es una elección deliberada sino que concierne a la fatalidad de los designios divinos y al trámite burocrático del padrón municipal. Y la concreción de este último nos lleva al extrarradio de dicha ciudad. En cualquier caso, la ubicación se debe sobre todo a nimiedades técnicas que afectan al punto de vista y a la concepción urbanística de las ciudades modernas. Como el Dios de Nicolás de Cusa, las ciudades actuales (y su actualidad) son circunferencias cuyo centro se encuentra en todas partes y su perímetro en ninguno. Únicamente la soberbia del gandul –desarrapado y pertinaz usuario de los transportes públicos y otrora morador de los cafetines, cuando todavía no escaseaban los locales limpios, amplios, silenciosos y bien iluminados en la ciudad de Barcelona- decide en cada momento dónde se encuentra el centro y dónde el extrarradio.