Ayudan en el empeño prestidigitador los nuevos modelos urbanísticos y el progreso del raíl. Sin ir más lejos, la capital, villa y corte, está ya a un tiro de piedra. Concretamente a dos horas y un pico de ave. La rauda modernidad posibilita entonces un trasiego que ensancha espacios y achica tiempos. Y paralelamente difumina identidades. Para desdicha de montserratinos, queda más cerca un tentempié en la Plaza Mayor que una botifarrada en Camprodón. Las ventajas, claro está, son enormes. Así pues, en breve confío que el ir y venir inquieto y curioso obre por fin el milagro de poder degustar una caña de buen tiro en cualquier tasca barcelonesa, del mismo modo que espero ser testigo de la total extinción de las camisas color salmón asustado en los escaparates de “moda” del madrileño barrio (de) Salamanca.
También Madrid, según el Dios esférico, puede convertirse en extrarradio. De hecho, en el tejido de la cada vez más tupida telaraña ferroviaria, la relativización del centro y sus márgenes juega a nuestro favor. Embestido hasta la extenuación el roquedal del rompeolas de España, la centrifugación madrileña ha debilitado sus atávicas señas de identidad nacionales. Tanto es así que los entrañables burócratas de café con leche desabrido y lectura legañosa de la prensa deportiva han pasado a formar parte de fantásticas viñetas costumbristas. Esta temporada en Madrid triunfa el tiburón con vuelo directo a Nueva York. Y los ojos empañados de melancolía patria posan su mirada en la lontananza mesetaria de Valladolid. A hora escasa de vuelo raso y, según se mire, celoso guardián de esencias perennes.
En Barcelona, como siempre, la expansión ha sido de un vuelo gallináceo exasperante. Encerrados con un solo juguete, vivimos uno de esos momentos solipsistas que sobrevienen tras las euforias desmesuradas. Ya va para las dos décadas de ese narcisista à la ville de olímpico, y aquí seguimos embutidos y embrutecidos en el andén de la estación del tren de cercanías con (lam)parones. Muralla sobre muralla, ronda a ronda, tocho a tocho, aquel magnífico proyecto de la corporación metropolitana naufragó primero por el miedo pujolista al cinturón rojo, y por la endogamia y el califato socialistas después. El pastel de la edificación rampante fue demasiado apetitoso como para declarar el internacionalismo desde el poder, que podría haber elevado una Barcelona descorsetada a ciudad de primera división: centro sin corona ni cetro. Mejor seguir como antaño con un cantonismo asfixiante de familia, municipio y sindicato que nos ha traído este ridículo de la atomización barcelonesa en ciudades dormitorio y prefabricadas: Sant Adrià del Besòs, Hospitalet, Santa Coloma de Gramanet, Badalona, Sant Cugat del Vallès… De Algeciras a Estambul, ay.
Como quien no se consuela es porque no quiere, pan con pan comida de tontos y más se perdió en la guerra, sirva la sabiduría ancestral para afrontar el viaje y el nuevo viraje de los tiempos, que nos darán o nos quitarán la razón pero en ningún caso conseguirán hacernos indiferentes. Escépticos sin lugar a dudas, pero indiferentes va a ser que no. Al fin y al cabo no hay mal que cien años dure y menos todavía en la ciudad de Barcelona. Cosas de la marinería y sus coñas, que tan bien supo ver, con aperitivo y desde el mirador, Josep Mª de Sagarra: “La moral de Barcelona és la cosa que s’assembla més a un mar sense pretensions i sense una ambició històrica de tempestat i pirateria. Un mar com el nostre. El temporal es fa i es desfà en un obrir i cloure d’ulls”.
La marinería y sus coñas, ya digo.