Hay
días en que el mundo parece derrumbarse y la grisura de las horas se vuelve el
filo de un puñal que va directo al corazón. Cuando asalta el pavor de que nada
importa, de que todo es igual y de que tal vez mejor la ultratumba, me abalanzo
a youtube y busco esos momentos de cine que me han emocionado (sin melindres
babosos de político sentimental) y reconfortado en la intemperie. Entre ese
puñado de secuencias, Marcello (Mastroianni) ocupa un lugar incuestionable por
recurrente. El plano general de una playa en la que los pescadores acaban su
jornada laboral justo en el momento de aparecer el grupo de jóvenes noctívagos .
Marcello ensucia su traje blanco en la arena y una voz lejana grita su nombre
entre el furioso oleaje del amanecer. Más allá de la desembocadura de la riada,
una chiquilla busca su atención. Sorprendido, el (anti)héroe se acerca a la
orilla que le separa de la joven que le está llamando. El ruido es
aparentemente ensordecedor. No te entiendo, dice él. No te entiendo. Aunque el
espectador sí alcanza a oír lo que la niña le grita por encima del rugir de la
mar. Es a él a quien quiere. Su salvación. Pero ya es demasiado tarde y el
plumilla de frivolidades efervescentes nunca terminará la novela que lleva años
pretendiendo escribir. O anunciando que quiere escribir. Es demasiado tarde y
la noche desfasada le ha demostrado que todo está perdido. Queda el gesto agrietado
y una mirada desvaída que acumula cansancio y fracaso. Aun así, la niña sonríe
y la cámara encuadra su despedida, que acaba fijándose en el espectador. Así el
final de La Dolce Vita,
film/crónica/viaje alucinado que abrió las puertas de los años sesenta en
Europa y que se convirtió en aquello que ha venido en llamarse película de
culto y referente cinematográfico (la reciente La gran belleza, sin ir más lejos, ha puesto de manifiesto la
modernidad de la mirada andante, circense,
felliniana). Marcó, además, el nacimiento del mito de Marcello como
“Latin Lover”, una etiqueta que el actor siempre despreció, tal y como cuenta
en el documental Me acuerdo, sí me
acuerdo, circunloquio testamentario que su mujer confeccionó cuando éste,
ya enfermo de cáncer, rodaba Viaje al principio del mundo, de Manuel de
Oliveira.
Otra
secuencia que cabe en la revisión de momentos estelares del cine también tiene
marchamo italiano, aunque esta vez se deba a Vittorio de Sica. En La
ciociara (basada en la novela homónima de Alberto Moravia y rebautizada en
España como Dos mujeres), Sofia Loren, junto a su hija, intenta
sobrellevar más allá de la ruina la vida en medio de la guerra y sus desastres.
Al gusto neorrealista, el film es una sucesión de estampas apegadas a la tierra
-la mano del guionista Cesare Zavattini- e hilvanadas por un sólido aunque fino
hilo argumental. En este caso, el de dos mujeres sin más objetivo que la
supervivencia. Las pruebas a su fortaleza alcanzan el momento más trágico
cuando, resguardadas en una iglesia desvencijada, son asaltadas por un grupo de
Goumiers, soldados coloniales franceses que, durante la Segunda Guerra Mundial
y bajo amparo aliado, cometieron atrocidades en la liberación de Italia. De
Sica muestra implacable la violación de una madre y su hija. En su momento (La
ciociara también fue estrenada en 1960) la cinefilia andaba atribulada por
la osadía del director de rodar la descarnada escena. Sin aditamentos. Con
encuadres desencajados y el inserto de primeros planos que resaltaban la
brutalidad de la acción. Pese a todo, lo que sigue emocionando de esa secuencia
es cómo las dos mujeres, cuando la soldadesca ya ha marchado, consiguen a duras
penas ponerse en pie, ordenar sus vestidos, recoger sus cosas y, sin mediar
palabra y aguantando el llanto, proseguir su viaje hacia el final de la
pesadilla. A Sofia Loren, la intensa interpretación de esta madre coraje, más
allá del Oscar que ganó, le valió ser tomada en serio como actriz dramática.
Bien es cierto que De Sica había pensado en un primer momento en Anna Magnani
para este personaje, pero los compromisos de la actriz y la gestión del
productor Carlo Ponti (a la sazón marido de Loren) propiciaron el cambio. De
esta manera, Sofia Loren pasó de Jayne Mansfield mediterránea a convertirse e
una sólida intérprete que bamboleaba rotundamente sus caderas contra las
adversidades consuetudinarias. Los primerizos bañadores de reclamo en comedias
costumbristas dieron paso a la bata raída y la greña rebelde, a la mano
aferrada al delantal y el improperio a punta de lengua. Al igual que Marcello,
aunque tal vez con menos ironía pero con intuición considerable, Sofia Loren
supo escapar de clichés y construir una obra cinematográfica respetable. En el
caso del protagonista de La Dolce Vita, el empeño fue de tal envergadura
que llegó a participar en más de cien películas. Se dice rápido. Pero estamos
hablando de un actor que se tomaba su trabajo con la dedicación del que sabe
que no puede vivir de otra cosa. Y que la vida, además de ir en serio, es muy cara.
Hagamos
reír
Tanto
Sofia como Marcello provienen de una tradición del cine que tiene muy clara su
modesta condición de espectáculo de barraca de feria. Un arte popular que no
desdeña el género chico ni el entretenimiento más inmediato y fácilmente
digerible. Los dos, pese al prestigio de las encarnaciones en el drama,
persistieron en la comedia y cultivaron el espíritu burlón de los que saben
reírse de sí mismos. Para Sofia Loren fue fundamental su cruce de caminos con
el cineasta Vittorio de Sica, un verdadero maestro en combinar aldabonazos
impecables e implacables con comedias más o menos amables y en apariencia
inofensivas pero que son un fiel reflejo de los usos, costumbres y picarescas
de un tiempo y una sociedad. La episódica L' Oro di Napoli sería el
ejemplo excelente. Por su parte, Mastroianni siempre tuvo la admirable virtud
de no tomarse demasiado en serio y fue capaz incluso de la parodia y la
autorrefrencia felliniana. Gracias a ello quedan un buen puñado de hombres sin
atributos a los que encarnó a las órdenes del misántropo y ácrata Marco
Ferreri. Desde L'uomo
dei cinque palloni hasta Bye, Bye Monkey, sin olvidar la célebre La
grande bouffle, en la que junto a Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe
Noiret, emprende uno de los fines de semana más grotescos y abismales que ha
dado el cine.
Así
pues, las carreras de los dos actores están ligadas a la mejor trayectoria
cinematográfica italiana. Una época que empieza justo después de la Segunda
Guerra Mundial y llega hasta los años setenta del pasado siglo. Una filmografía
que baraja el hieratismo de Antonioni con la astracanada de Mario Monicelli, el
melodrama de Giuseppe de Santis con el costumbrismo fantástico de Dino Risi.
Estos son algunos de los cineastas que ayudaron a cimentar el trabajo de
Mastroianni y Loren. Pero, sin lugar a dudas, de las 16 películas que los dos
actores coprotagonizaron, Ayer, hoy y mañana, de De Sica, contiene una
de las escenas más hilarantes y que demuestra su capacidad para la farsa y el
cachondeo: el streaptease en estricta lencería clásica que Loren realiza ante
un aullador Mastroianni. Tan memorable resulta la escena que, treinta años
después, Robert Altman la recuperaría en Pret-à-Porter, aunque esta vez
los aullidos del impaciente amante darían paso a un sopor vencido y senil. Como
reconoció el propio Altman, más que rodar se dedicó a contemplar la escena, ya
que la amistad y la química entre los dos actores era tal que al grito de
acción la compenetración era armónica. Seguramente por sencillez y sentido del
humor, por esta conciencia de la labor de actuación desde la distancia, pocas
veces una parodia de una secuencia memorable ha
estado tan a la altura del original.
Cualquier
cinéfilo sabe, sin embargo, que no todo fueron risas en las colaboraciones entre
los dos actores. Más dramáticos fueron enfrentamientos actorales como Matrimonio
a la italiana o Los Girasoles (De Sica otra vez) o Una Jornada
Particular (Ettore Scola). En todo caso, permaneció igualmente ese prurito
entre melancólico, jovial e irónico de la mirada de Marcello. Esa rotunda
firmeza femenina de las caderas de la Loren.