Líneas de mar

Abrir los ojos y el azul. Una sensación de vértigo irresistible. Como de caída al cielo. Más que de metafísica, debe de ser cosa de las cervicales.

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Malas pasadas de la miopía. De pronto braceé frenético, huyendo de una medusa que resultó ser una triste bolsa de plástico destripada. Sí, fui el hazmerreír de los niños, y aquella chica de pechos hipnóticos no pudo evitar la sonrisa condescendiente.

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El pésimo gusto musical del pueblo soberano. Fito y los Fitipaldis en el transistor de horteras tatuados, depilados y carbonizados.

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Llamó D. cuando volví a casa. Desde hace años nos llamamos y nos vemos intermitentemente. Algunas de las pocas veces que se digna bajar al norte de África. Comprensible si uno vive en gabacho.

-¿En la playa?
-Mmm...sí
-¿Tú?
-Sí, ¿qué pasa?
-Eres la última persona a la que imaginaría en la playa.
-¿Por?
-No sé, Bernal, no te visualizo en bañador y chanclas.

He sido un animal de playa. El hecho de haber vivido casi siempre junto a la mar debe tener su importancia ambiental. Aunque, para no defraudar a los neopositivistas, diré que, por vía materna, provengo de pescadores. Sin embargo, durante muchos años y por rigores de lecturas insanas de decadentes mesetarios y parisienses, me aparté del chapuzón y el rebozo. Pálido y con/en/de gabán. La vuelta a la mar en verano (en invierno nunca he dejado de serle fiel) coincidió con la treintena. Con el descubrimiento de las ostras (metáforas guarrillas) y el vino blanco. Con el paso del estomagante gin-tonic al escocés de atardecida. Con la certeza de que lo más ridículo que hay en este mundo de chiste es pretender ser sublime sin interrupción.
Así que allá voy con bañador y chanclas, convencido de que cumplir años tiene ventajas gratificantes.