Bicingleros

Últimamente, mi hora diaria de paseo por las calles barcelonesas se ha convertido casi en un careo con la arrogancia ciclista de los usuarios del bicing. La arrogancia viene refrendada por la propaganda institucional que les anima a pedalear y según la cual son la vanguardia sobre ruedas de la lucha contra la degradación climática. Para algunos una pura superchería. En mi caso, no sabe no contesta. Sin embargo, y por muy adalides de la higiene ambiental que sean, las normas de urbanidad y convivencia cívica mínimamente exigibles deben cumplirse, y por ello, entre muchas otras cosas, las aceras se inventaron para pasear, cuanto menos una hora al día. Así como las carreteras se alquitranaron para conducir y el campo, con sus caminitos, su melodía apacible de jilgueros y su cromatismo de amapolas y mariposas, fue idea divina para que muchos de vez en cuando se perdieran de vista pedaleando en bicicleta. Si pudiera ser, en un biplaza de esos que pintó Ramon Casas y que tan bien sirven a las jornadas campestres de Renoir (tanto del padre como del hijo). Me alegra, pues, que La Vanguardia, en debido cumplimiento de su labor centenaria de civilidad, que a lo largo de la historia le ha granjeado fama merecida de referente comedido y concordante para con los intereses de la ciudadanía, señale uno de los males de los bicingueros. Yo iría un poco más lejos, pero lo mío ni es la civilidad ni el comedimiento ni mucho menos la concordia.
En fin, que paseo una hora diaria esquivando y gruñendo a ciclistas en un zigzag sospechoso a mirada ajena, aunque completamente sobrio. Y a este paso titubeante y torcido no sería de extrañar que aumentara mi mala reputación. Sin pretensión.

Siempre con la frase recordada (así que no sé si exacta) de Rhett Butler antes de partir con los confederados hacia el desastre final: “Sólo me gustan las causas perdidas cuando están perdidas de verdad”. ¿Dónde hay que firmar para salvar al torito?