No hay duda de que algo le han hecho las monjitas a esta buena mujer. Incomprensible de otro modo la fantasía ígnea, sólo atribuible al sacrilegio católico. El chiste viejo, que hoy cuenta muy bien Muñoz Molina. Por lo demás, lo mismo de siempre. Pidiéndose un billete para el exilio. Con todo el oro de Moscú en pedrería a cuestas, suponemos. Y en business class, of course.
“Nos encontramos seguramente ante las ruinas de uno de los países más católicos que ha dado la historia: el rey, titular de una monarquía católica, se ha marchado; también se han marchado los dos primados de España –el arzobispo de Toledo y el de Tarragona-; no hay ya príncipes de la Iglesia, ni iglesias; no queda rastro de los grandes maestros de la orden militar de Santiago, ni de los baillif de las órdenes de Calatrava o Avis; también se han marchado los hijos de San Vicente Ferrer; San Ignacio de Loyola y Santa Teresa; y se ha desvanecido el poder de los grandes inquisidores. Tras once siglos de púrpura y poder, la Iglesia ha vuelto a los tiempos de Saúl, obispo de Córdoba y de San Eulogio, arzobispo de Toledo, perseguidos y torturados hasta la muerte en los muros de los alcázares árabes: la joven monja con un pañuelo blanco en la cabeza que teníamos delante era ahora la única representante de la Iglesia.
Pero la escena duró apenas unos instantes. Preferimos no romper el silencio. Al pasar al lado de esta chica, mientras me dirigía a la puerta para salir, me limité a inclinar la cabeza y dejarla agachada, muy agachada. La agaché tanto que mis compañeros de Montoro se dieron cuenta, aunque no dijeran nada: la agaché tanto que la monja entendió muy bien mi mensaje y me miró de repente como si yo fuera alguien muy cercano, un buen conocido, alguien al que hubiera perdido la pista y con el que se hubiera encontrado de improviso. Jamás he agachado tanto la cabeza ante un ser humano y probablemente jamás, en toda mi vida, volveré a agacharla tanto”
En la España roja, Ksawery Pruszynski (Alba, 2007)
“Nos encontramos seguramente ante las ruinas de uno de los países más católicos que ha dado la historia: el rey, titular de una monarquía católica, se ha marchado; también se han marchado los dos primados de España –el arzobispo de Toledo y el de Tarragona-; no hay ya príncipes de la Iglesia, ni iglesias; no queda rastro de los grandes maestros de la orden militar de Santiago, ni de los baillif de las órdenes de Calatrava o Avis; también se han marchado los hijos de San Vicente Ferrer; San Ignacio de Loyola y Santa Teresa; y se ha desvanecido el poder de los grandes inquisidores. Tras once siglos de púrpura y poder, la Iglesia ha vuelto a los tiempos de Saúl, obispo de Córdoba y de San Eulogio, arzobispo de Toledo, perseguidos y torturados hasta la muerte en los muros de los alcázares árabes: la joven monja con un pañuelo blanco en la cabeza que teníamos delante era ahora la única representante de la Iglesia.
Pero la escena duró apenas unos instantes. Preferimos no romper el silencio. Al pasar al lado de esta chica, mientras me dirigía a la puerta para salir, me limité a inclinar la cabeza y dejarla agachada, muy agachada. La agaché tanto que mis compañeros de Montoro se dieron cuenta, aunque no dijeran nada: la agaché tanto que la monja entendió muy bien mi mensaje y me miró de repente como si yo fuera alguien muy cercano, un buen conocido, alguien al que hubiera perdido la pista y con el que se hubiera encontrado de improviso. Jamás he agachado tanto la cabeza ante un ser humano y probablemente jamás, en toda mi vida, volveré a agacharla tanto”
En la España roja, Ksawery Pruszynski (Alba, 2007)