Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

La manifa y Newman

28 de septiembre de 2008

Encarando la Plaza Sant Jaume he visto ondear banderas. No aprenderán nunca o Flaubert les trae al pairo: “Todas las banderas han sido tan bañadas de sangre y de mierda que ya es hora de acabar con ellas”. No faltaba la sudada rojigualda en manos callosas del algunos casposos patriotas, las omnipresentes, correctas y cansinas senyeras, una fea ikurriña por ahí, un simpático círculo de estrellas europeo, incluso hubo espacio en el aire para la inmundicia de la hoz y el martillo sobre fondo rojo. Los dinosaurios comunistas, que se piensan que las fábricas de Cataluña única y exclusivamente han nutrido sus calderas de carne de cañón castellanohablante de Nou Barris o así. Qué poco saben del país, su gente y su historia extrarradial. Y qué maneras antipáticas, reptantes y sibilinas siempre han tenido. Conozco a pocos exmilitantes comunistas –y derivaciones varias: de Mao a Castro- que sean inmunes al cinismo de gulag y a un no sé qué mantecoso en el trato de agente de la Kgb. Una vez me inquirió un barbudo con un periódico comunista. Aparté su dialéctica babosa de tuteos falangistas y sus papeles con un gesto disgustado. “-¿No estás de nuestra parte, compañero?”. Le respondí que mi anarquismo estético y mi moral convencida y confortablemente burguesa me lo impedían.

Coñas y pitufadas gruñonas aparte, la manifa por el bilingüismo ha sido exitosa. La plaza estaba a rebosar (han pateado más de cinco mil almas) y el hecho evidencia que el país (o sea Cataluña) tiene un grave problema. Y no es otro que, en su construcción nacional en el seno de una Europa unida, pretender la exclusión de la lengua oficial del estado español en las instituciones públicas y mermar libertades (individuales) en un campo tan importante como es el de la educación. Hablo en abstracto, en el marco jurídico, pues sólo los indocumentados, los resentidos, los que no ganaron una guerra para esto y/o las manos callosas que enarbolan rojigualdas pueden afirmar que la sociedad catalana a pie de calle tiene un déficit de convivencia lingüística. Es más, me atrevo a afirmar (a pecho descubierto) que, en este aspecto, es un modelo babélico.

En todo caso, la mañana se bañó de sol. Y el milagro consuetudinario de las piedras medievales de Barcelona amparó de sombra templada el diálogo con uno de los hombres más inteligentes y generosos de este cul de món. Hablamos/Aprendí sobre Donner, Verdú, Mainar, Allen, Pinker, Mamet, del castigo bíblico del trabajo y la importancia de la escritura furtiva y legañosa, de las muchachas en flor, elogiamos la monogamia mirona (mas contenida), y criticamos a los artistas pendencieros. Fue un grato paseo boswelliano.

Salió inevitablemente la efeméride de papeles: la muerte de Paul Newman. Reconozco que no fue uno de los nuestros. Siempre buscamos el modelo de aquellos actores que, según escribió hace años Maruja Torres, no sabes nunca si se acercan para besarte o para estrangularte. Se refería al toque british. De Sir Olivier y James Mason a Daniel Day Lewis y Ralph Fiennes (encarnando al alcornoque Graham Greene, celoso incluso de la lluvia). Al fin y al cabo, todos nos amparamos en alguna escuela de interpretación. Incluso los hombres más sagaces y pichafrías. Pla escribió que “un s’ha de mantenir en una naturalitat permanente”. Y se pasó media vida disfrazado de payés.

Newman supo escapar de la condena de su propia belleza de mármol. Apolínea. Podía haber sido letal, pero se impuso su inteligencia para la vida. Empezó vociferando, escupiendo ante las cámaras según el método, e impostando tormentos interiores. Ignotos. Marcado por el odio, La gata sobre el tejano de Zinc o Desde la terraza. Fue hacia la treintena, edad en la que cualquier hombre sensato descubre que la vida mata y le ha echado alguna que otra ojeada de refilón al abismo, cuando interpretó de verdad: Eddie Felson en El Buscavidas. Demostró, por encima de todo, que el bueno era Camus y Sartre un fingidor: el infierno no está en los demás, somos nosotros mismos. Extranjeros siempre.

Entiendo que gustara a las mujeres, aunque a mí me carguen las perfecciones y la simetría clasicona. En todo caso, de Newman admiro que envejeciera impecablemente. A diferencia de Brando y Dean no fue una víctima de su talento ni de su tormento mimado. Tampoco cayó, como tantos hombres de belleza extrema y un tanto aséptica, en el exceso ombliguista, la promiscuidad ni las habitaciones de hotel destrozadas de depresión, pastillas y ruina. El equilibrio que proporciona la ironía y su matrimonio con Joanne Woodward tal vez fueran determinantes. Pasó el infierno de la muerte de un hijo. Desgastó adrenalina en las carreras de coches. Y abrazó redenciones mundiales que alivian las conciencias intranquilas de aquellos que moran en mansiones.

Nunca fue uno de los nuestros. No era Bogart, que podía justificar, con zancos y peluquín, su lucha acérrima al lado de la República Española en particular y de la democracia en general con un tajante: “-Pagaban bien”. Aunque su verdadero amante en la peli, Claude Raims, desmoronara el aparente cinismo con la constatación: “-Ya, pero los vencedores pagaban mejor”. No era Marcello, bello Marcello, que encarnó como nadie la tragedia (entre la jodienda y el arte) de todo periodista. No era John Wayne dejando en pañales el histerismo enclenque, atiplado, el idealismo bobalicón de James Stewart. No era Cary Grant, que protagonizó un coito anal con la Hepburn en pantalla muchísimos años antes del plúmbeo, inocente y ridículo Último tango en París y su -a juicio jovial de Terenci Moix- "innecesaria mantequilla".

Sin embargo, Newman murió en el cine como sólo saben hacerlo los maestros más grandes, los más sabios: a manos del discípulo aventajado.

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