Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Paul Johnson nunca lo escribiría

1 de diciembre de 2008



El cercanía de Renfe no sé si se ha convertido en la metáfora metálica de un tiempo y un país, pero sin lugar a dudas es espejo roto de mis lunes. Posibilitaría, incluso, una actualización del marxismo en los horarios de los trenes y sus retrasos diarios. A las ocho de la mañana impera el modelo Zara, los zapatos apergaminados, los móviles con politonos de modas marchitas, el almibarado perfume de la secretaria y la agria virilidad del obrero. Los que madrugamos, que diría la concienciada Almudena Grandes.

Anda con asma y a rebosar el tren, en la mejor tradición nipona. Aunque a estas horas ni tan siquiera apetece la furtiva arrambada con la aplicada estudiante de Derecho. La sensación de rebaño se agudiza con el displicente silencio de la megafonía en todas las demoras y las paradas en túneles eternos. Explosiva mezcolanza de chulería e incompetencia. Partía y doblá. Para no aburrirme me dedico a mirar las escasas solapas de los libros que leen los usuarios. La mayoría usuarias, dicho con rigor. Increíbles ladrillos de amor y misterio. La más lista lee el planeta.

Y a los diez minutos se escuchan las primeras llamadas con todo estoico a la oficina. Que oye, que llegaré tarde, sí, hija, sí, la Renfe otra vez…. Alguno incluso pregunta si hace falta justificante. Éste fijo que tiene hipoteca.

Se cruzan miradas y algún que otro comentario incendiario. Pero todo se olvida al llegar por fin al destino. Las quejas se las lleva la prisa. Y la mía la primera. Una vez, sin embargo, me dio por el grito y la gesticulación en una ventanilla funcionarial. Rellené unas hojas de reclamaciones donde daba cumplida cuenta del relato de una chapuza sin anunciar. Al cabo de unas semanas, y ya ni me acordaba, llegó con la correspondencia una carta de Renfe. Con una retórica retorcida y caducada se me pedía al principio –no recuerdo ahora si “humildemente”- un sinfín de disculpas para iniciar el siguiente párrafo con optimismo campechano y sacando pecho. Para demostrar que estaban que se salían y que la cosa iba a ser estupenda a partir de entonces, me hacían entrega, junto a la misiva, de un billete gratuito como compensación por las molestias. Juro que husmeé hasta el último rincón del sobre, y el billete no apareció por ningún lado.

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