Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Fosas Comunes IV

28 de noviembre de 2008

La adolescencia jaranera y gratuita del Gobierno no sabe quién es Jan Julivert. Ni espera saberlo.”

Escribe hoy en El Mundo Arcadi Espada a propósito de la concesión del premio Cervantes a Juan Marsé. El primer Cervantes a un escritor barcelonés, dicho sea de paso, aunque señalando el detalle. En Libertad Digital, sin embargo, Agapito Mestre encuentra que se trata de un premio secuestrado y al gusto de la pérfida izquierda en el poder. Nobleza obliga recordar que el primer Cervantes de la era Zapatero fue para Rafael Sánchez Ferlosio: más libre, sólo la mar. Supongo que al señor Mestre aquel Cervantes a José García Nieto del primer mandato Aznar le debió de parecer un acto de pura inspiración endecasilábica.

Pero alcemos de nuevo el vuelo. No saben quién es Jan Julivert y, peor aún, confunden la memoria, la necesaria memoria, con el revanchismo diacrónico. Ese final de “Un día volveré”, que, como señala Espada, se encuentra entre lo mejor de la obra de Marsé -añadiría, con Teresa, los impecables relatos de “Teniente Bravo”, “Ronda del Guinardó”, “El embrujo de Shangai” y “Rabos de lagartija”-, entierra noblemente el hacha de guerra, demostrando que la dignidad también pertenece a los vencidos, por muy injustamente que perdieran una guerra. Y en algunos casos, incluso ganándola:

En efecto, qué sentido tenía, después de tantos años, qué podía haber allí salvo la tronchada raíz de la revancha, la herrumbre de nuestra propia violencia juvenil. En el caso improbable de que Jan Julivert hubiese ocultado el arma bajo el rosal con la ciega determinación de volver a empuñarla un día, lo cierto es que cuando llegó este día decidió no tocarla, y el sabría por qué. Seguramente, aquel supuesto huracán de venganzas que esperábamos llegaría con él, y sobre el que tanto se había fantaseado en el barrio, no escondía nada en realidad, todo lo más la ilusión contrariada del vencido, la cicatriz de un sueño, un sentimiento senil que había sobrevivido a los altos, heroicos ideales… Hombres de hierro, le oímos decir alguna vez al viejo Suau, forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas. No podíamos entenderlo entonces, pero él había sobrepasado esa edad en que un hombre deja de sentir el deseo de ajustar cuentas con nadie, salvo tal vez consigo mismo. Durante bastantes años, hasta el umbral de la madurez, a nosotros nos gustó creer que el pistolero se equivocó en su decisión de retirarse, y que le mataron por eso; hoy ya no creemos en nada, nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido, porque el olvido es una estrategia del vivir –si bien algunos, por si acaso, aún mantenemos el dedo en el gatillo de la memoria…-. Pero si así fue, si ciertamente lo que él se propuso es que esa fantasmal pistola y los convulsos afanes que la empuñaron en su juventud acabaran aquí juntos, pudriéndose bajo la tierra, en lo que a mí respecta podían seguir pudriéndose.
-Ya estoy, papá.

-Bien. Esconde la pistolita y vámonos”.

Final de Un día volveré

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