Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Hemingway: París era una farsa

21 de julio de 2015



El joven maestro y el viejo impostor”
Edmund Wilson

En Muerte en la tarde, Hemingway escribió: “Creía en lo que había visto, sentido, tocado, manoseado, olido, saboreado, bebido, montado, sufrido, vomitado, dormido, sospechado, observado, amado, deseado, temido, detestado, admirado, odiado y destruido. Naturalmente, ningún pintor ha sido capaz de pintar todo esto; pero Goya lo intentó”. Esta intensa visión de la obra de Goya bien podría valer como poética del propio Hemingway. Del escritor deslumbra, en el ardor adolescente, esa voracidad vitalista que empapa sus mejores narraciones. El viejo Hem vivió para escribir y su vida se comprende como una pormenorizada y concienzuda construcción literaria. La de su obra y también la de su vida. Imbricadas. En sus años juveniles como periodista –primero en el Kansas City y luego en el Toronto Star-, aprende con esfuerzo un lenguaje sin artificiosidad ni adiposidades retóricas, desecha adverbios y busca la acción del verbo por encima del ensimismamiento adjetival. No descubrimos nada nuevo si decimos que, con los años, el autor de Adiós a las armas se convirtió en referencia estilística y pilar de la gran tradición dura, nerviosa y escueta de la novelística anglosajona del siglo XX. El propio Faulkner, rumiante de indecisiones pero también eufórico de egocentrismo, dijo en una ocasión: “Primero estoy yo, pero inmediatamente después viene Hemingway”. 
 
El aprendizaje literario y la forja estilística de Hem (por decirlo con una expresión trillada que de bien seguro le desagradaría) fue labor titánica, casi podría decirse que pareja a su esfuerzo por presentarse al mundo como un púgil aceptable, diestro pescador, cazador fulminante –tanto en la sabana como entre sábanas-, torero en la más amplia acepción del término y un defensor en las trincheras de causas nobles. París le proporcionó cosmopolitismo y trato artístico. Nada mejor para la ambición literaria y la sed literal que ser un yanqui con un puñado de dólares -“todo es barato en París”, llega a afirmar el joven periodista- y acceso a los salones intelectuales de los joviales años veinte. Gertrude Stein –acuñadora del término “Generación perdida”- le presentó a los grandes Joyce y Pound. Siempre mantuvo reverencia hacia los dos referentes. No se comportó, sin embargo, con la misma nobleza con sus amigos y compañeros de armas y de letras. Y es aquí donde el mito del escritor que mantenía como principio la verdad y la lealtad empieza a resquebrajarse. 
 
De hecho, Paul Johnson, furibundo azote de impostores de la izquierda, incluye a Hemingway en la lista negra de Intelectuales, duro ensayo que viene a demostrar que la doble moral no es patrimonio exclusivo de la derecha. Desde Jean-Jacques Rousseau hasta Lillian Hellman pasando por los inevitables Marx, Brecht o Sartre. Hemingway está ahí principalmente por hacer de la mentira un instrumento al servicio de su persona e incluso un arma destinada a la calumnia y al vilipendio de amigos: “Ninguna afirmación de Hemingway sobre sí mismo, y muy pocas sobre otras personas, pueden aceptarse directamente sin una confirmación. Pese a la importancia central de la verdad en su ética literaria, Hemingway poseía la creencia típicamente intelectual de que, por lo que se refería a él mismo, la verdad debía ser el servicial lacayo de su ego. Era de la opinión, y a veces lo proclamó a gritos, de que la mentira era parte de su tarea como escritor. Mentía tanto de forma consciente como inconsciente”. De esta manera, el otrora deslumbrante París era una fiesta, memorias de sus años de formación en París no exentas de voluntad de ajuste de cuentas, adoptan una nueva perspectiva antipática en el que el rencor juega un papel nada desdeñable como motivación creativa. Se entiende bien, entonces, que el viejo escritor rememore/invente una escena en unos lavabos en la que su antaño amigo Scott Fitzgerald le pediría que valorara la longitud de su pene dado que su mujer le había comentado que era demasiado pequeño para darle placer. Qué duda cabe que atacar a un colega (por muy rotas que estén las relaciones), desde la gelidez reposada de la autobiografía, por sus temores y temblores fálicos es un golpe bajo de muy mala gente. Pero poco bueno se puede esperar de un hombre que rompió relaciones con su madre, y no descuidaba ocasión para menospreciarla. 
 
Tampoco acabó muy bien su amistad con el novelista John Dos Passos. Y aquí se fragua uno de los episodios -moralmente- más turbios de la biografía de Hemingway. Para conocer al detalle la ruptura de esta amistad (nacida en el frente de la Primera Guerra Mundial) es recomendable la lectura del clarividente reportaje Enterrar a los muertos de Ignacio Martínez de Pisón. Dos Passos llegó a España en 1937 alertado por la desaparición del traductor de sus obras al español, José Robles, cercano al trotskismo e intérprete del general soviético Gorev. Primero se habló de arresto y más tarde se hizo evidente que a Robles lo habían ejecutado en una maniobra más de depuración paranoica comunista. Como en el caso de George Orwell, la guerra civil supuso para Dos Passos un punto de inflexión en sus convicciones ideológicas. Bien es cierto que, a diferencia del autor de Homenaje a Cataluña, éste último se pasó de frenada y el viraje acabó en conversión a un conservadurismo de corte cínico y depredador. Sea como fuere, Hemingway dio por buena la versión oficiosa según la cual Robles “algo habría hecho”. Escribió a Dos Passos: “En España se desarrolla una guerra entre aquellos a los que solías apoyar y los fascistas. Si con tu odio por los comunistas encuentras justificado atacar, por dinero, a la gente que continúa luchando en esta guerra, creo que como mínimo deberías intentar informarte bien”. Quien no estaba bien informado era él. O no quiso estarlo. Su decisión de convertir la guerra civil en un escenario para la representación de su personaje le impedía ahondar en cualquier consideración moral que fuera más allá del abstracto maniqueísmo de bandos. Y faltó a la verdad de manera mezquina. Por ilustrarlo con un ejemplo opuesto, todavía emocionan aquellas palabras pronunciadas en noche cerrada, solitaria y dipsómana por Raymond Chandler a finales de la Segunda Guerra Mundial: “Los bombardeos de saturación sobre Hamburgo, Berlín y Leipzig no tuvieron apenas consecuencias militares, pero moralmente nos pusieron a la altura del hombre que creó Belsen y Dachau”. Lucidez aunada a la valentía: esa que le faltó a Hemingway por muy bravamente que se comportara en el frente de batalla y en los safaris. 
 
Capítulo aparte merecerían las relaciones del autor de El viejo y el mar con las mujeres -su gusto por que le llamaran “Papa”- y con su familia. Pero me temo que ese análisis no sólo sobrepasa la extensión del artículo, sino también los conocimientos del articulista. Son carne de diván. Se ha hablado sobre la costumbre de su madre de vestirlo de niña en los primeros años de su infancia, de su miedo a la propia homosexualidad disfrazado de rudo machismo y de una heterosexualidad hiperbólica y que, ciertamente, acabó resultando paródica. Por las recientes memorias de uno de sus nietos sabemos que su hijo Gregory era transexual y sufría graves trastornos psíquicos. El propio Ernst también padeció una progresiva depresión, en gran medida azuzada por el alcoholismo, que le llevó al pistoletazo final. 
 
Evidentemente, nadie es perfecto. Pero Hemingway ejemplifica diáfanamente el fariseísmo que esconde el ego desmedido de los artistas. Como icono se ha convertido en un Elvis de la literatura: se celebran encuentros de admiradores seniles, con la típica barba blanca, la sonrisa beatífica, los mofletes de pellizco, panza cervecera y jersey de cuello alto. Seguramente, la mayoría de sus adoradores no ha intentado probar ni una sola vez el fatigoso ejercicio que supone enhebrar frases seguidas con un mínimo sentido en una hoja en blanco. Pero allí están. Felices como “Papá” después de un día de pesca. 
 
Nos queda un Hemingway que escribió brillantes crónicas de liviana profundidad -sin ir más lejos, la recopilación de artículos del Toronto Star prologados por Rodrigo Fresán- , relatos en los que transpira el desasosiego, el drama o la aventura en una sencillez formal tan difícil de conseguir y tan mal imitada, novelas aceptables y alguna joya mínima a la que nunca dejaremos de tener cariño aunque sólo sea por el contexto de nuestra biografía, como Al otro lado del río y entre los árboles. Sin embargo es demasiado tarde para creernos al macho de escopetas y letras, al amante compulsivo, al pendenciero ilustrado, al aguerrido combatiente de causas nobles, al defensor de la verdad y caballero de lealtades inquebrantables. Lo resumió, a la manera de dardo en la diana, el magnificente y católico Paul Johnson: “Fue un hombre asesinado por su propio arte, y su vida es una lección que todos los intelectuales deberían aprender: el arte no es suficiente”. La vida, en cambio, sí lo es.
  

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