“El
joven maestro y el viejo impostor”
Edmund
Wilson
En
Muerte en la tarde, Hemingway escribió: “Creía en lo
que había visto, sentido, tocado, manoseado, olido, saboreado,
bebido, montado, sufrido, vomitado, dormido, sospechado, observado,
amado, deseado, temido, detestado, admirado, odiado y destruido.
Naturalmente, ningún pintor ha sido capaz de pintar todo esto; pero
Goya lo intentó”. Esta intensa visión de la obra de Goya bien
podría valer como poética del propio Hemingway. Del escritor
deslumbra, en el ardor adolescente, esa voracidad vitalista que
empapa sus mejores narraciones. El viejo Hem vivió para escribir y
su vida se comprende como una pormenorizada y concienzuda
construcción literaria. La de su obra y también la de su vida.
Imbricadas. En sus años juveniles como periodista –primero en el
Kansas City y luego en el Toronto Star-, aprende con
esfuerzo un lenguaje sin artificiosidad ni adiposidades retóricas,
desecha adverbios y busca la acción del verbo por encima del
ensimismamiento adjetival. No descubrimos nada nuevo si decimos que,
con los años, el autor de Adiós a las armas se convirtió en
referencia estilística y pilar de la gran tradición dura, nerviosa
y escueta de la novelística anglosajona del siglo XX. El propio
Faulkner, rumiante de indecisiones pero también eufórico de
egocentrismo, dijo en una ocasión: “Primero estoy yo, pero
inmediatamente después viene Hemingway”.
El
aprendizaje literario y la forja estilística de Hem (por decirlo con
una expresión trillada que de bien seguro le desagradaría) fue
labor titánica, casi podría decirse que pareja a su esfuerzo por
presentarse al mundo como un púgil aceptable, diestro pescador,
cazador fulminante –tanto en la sabana como entre sábanas-, torero
en la más amplia acepción del término y un defensor en las
trincheras de causas nobles. París le proporcionó cosmopolitismo y
trato artístico. Nada mejor para la ambición literaria y la sed
literal que ser un yanqui con un puñado de dólares -“todo es
barato en París”, llega a afirmar el joven periodista- y acceso a
los salones intelectuales de los joviales años veinte. Gertrude
Stein –acuñadora del término “Generación perdida”- le
presentó a los grandes Joyce y Pound. Siempre mantuvo reverencia
hacia los dos referentes. No se comportó, sin embargo, con la misma
nobleza con sus amigos y compañeros de armas y de letras. Y es aquí
donde el mito del escritor que mantenía como principio la verdad y
la lealtad empieza a resquebrajarse.
De
hecho, Paul Johnson, furibundo azote de impostores de la izquierda,
incluye a Hemingway en la lista negra de Intelectuales, duro
ensayo que viene a demostrar que la doble moral no es patrimonio
exclusivo de la derecha. Desde Jean-Jacques Rousseau hasta Lillian
Hellman pasando por los inevitables Marx, Brecht o Sartre. Hemingway
está ahí principalmente por hacer de la mentira un instrumento al
servicio de su persona e incluso un arma destinada a la calumnia y al
vilipendio de amigos: “Ninguna afirmación de Hemingway sobre sí
mismo, y muy pocas sobre otras personas, pueden aceptarse
directamente sin una confirmación. Pese a la importancia central de
la verdad en su ética literaria, Hemingway poseía la creencia
típicamente intelectual de que, por lo que se refería a él mismo,
la verdad debía ser el servicial lacayo de su ego. Era de la
opinión, y a veces lo proclamó a gritos, de que la mentira era
parte de su tarea como escritor. Mentía tanto de forma consciente
como inconsciente”. De esta manera, el otrora deslumbrante
París era una fiesta, memorias de sus años de formación en
París no exentas de voluntad de ajuste de cuentas, adoptan
una nueva perspectiva antipática en el
que el rencor juega
un papel nada desdeñable como motivación creativa. Se entiende
bien, entonces, que el viejo escritor rememore/invente una escena en
unos lavabos en la que su antaño amigo Scott Fitzgerald le pediría
que valorara la
longitud de su pene dado que su mujer le había comentado
que era demasiado pequeño para darle placer. Qué duda cabe que
atacar a un colega (por muy rotas que estén las relaciones), desde
la gelidez reposada de la autobiografía, por sus temores
y temblores fálicos es un golpe bajo de muy mala gente. Pero poco
bueno se puede esperar de un hombre que rompió relaciones con su
madre,
y no descuidaba
ocasión para menospreciarla.
Tampoco
acabó muy bien su amistad con el novelista John Dos Passos. Y aquí
se fragua uno de los episodios -moralmente- más turbios de la
biografía de Hemingway. Para conocer al detalle la ruptura de esta
amistad (nacida en el frente de la Primera Guerra Mundial) es
recomendable la lectura del clarividente reportaje Enterrar a los
muertos
de Ignacio Martínez de Pisón. Dos Passos llegó a España en 1937
alertado por la desaparición del traductor de sus obras al español,
José Robles, cercano al trotskismo e intérprete del general
soviético Gorev. Primero se habló de arresto y más tarde se hizo
evidente que a Robles lo habían ejecutado en una maniobra más de
depuración paranoica comunista.
Como en el caso de George Orwell, la guerra civil supuso para Dos
Passos un punto de inflexión en sus convicciones ideológicas. Bien
es cierto que, a diferencia del autor de Homenaje a Cataluña,
éste
último se pasó de frenada y el viraje acabó en conversión a un
conservadurismo de corte cínico y depredador. Sea como fuere,
Hemingway dio por buena la versión oficiosa según la cual Robles
“algo habría hecho”. Escribió a Dos Passos: “En España se
desarrolla una guerra entre aquellos a los que solías apoyar y los
fascistas. Si con tu odio por los comunistas encuentras justificado
atacar, por dinero, a la gente que continúa luchando en esta guerra,
creo que como mínimo deberías intentar informarte bien”.
Quien no estaba bien informado era él. O no quiso estarlo. Su
decisión de convertir la guerra civil en un escenario para la
representación de su personaje le impedía ahondar en cualquier
consideración moral que fuera más allá del abstracto maniqueísmo
de bandos. Y faltó a la verdad de manera mezquina. Por ilustrarlo
con un ejemplo opuesto, todavía emocionan aquellas
palabras pronunciadas en noche cerrada, solitaria y dipsómana por
Raymond Chandler a finales de la Segunda Guerra Mundial: “Los
bombardeos de saturación sobre Hamburgo, Berlín y Leipzig no
tuvieron apenas consecuencias militares, pero moralmente nos pusieron
a la altura del hombre que creó Belsen y Dachau”. Lucidez
aunada a la valentía: esa que le faltó a Hemingway por muy
bravamente que se comportara en el frente de batalla y en los
safaris.
Capítulo
aparte merecerían las relaciones del autor de El viejo y el mar
con las mujeres -su gusto por que le llamaran “Papa”-
y con su familia. Pero me temo que ese análisis no sólo sobrepasa
la extensión del artículo, sino también los conocimientos del
articulista. Son carne de diván. Se ha hablado sobre la costumbre de
su madre de vestirlo de niña en los primeros años de su infancia,
de su miedo a la propia homosexualidad disfrazado de rudo machismo y
de una heterosexualidad hiperbólica y que, ciertamente, acabó
resultando paródica. Por las recientes memorias de uno de sus nietos
sabemos que su hijo Gregory era transexual y sufría graves
trastornos psíquicos. El propio Ernst también padeció una
progresiva depresión, en gran medida azuzada por el alcoholismo, que
le llevó al pistoletazo final.
Evidentemente,
nadie es perfecto. Pero Hemingway ejemplifica diáfanamente el
fariseísmo que esconde el ego desmedido de los artistas. Como icono
se ha convertido en un Elvis de la literatura: se celebran encuentros
de admiradores seniles, con la típica barba blanca, la sonrisa
beatífica, los mofletes de pellizco, panza cervecera y jersey de
cuello alto. Seguramente, la mayoría de sus adoradores no ha
intentado probar ni una sola vez el fatigoso ejercicio que supone
enhebrar frases seguidas con un mínimo sentido en una hoja en
blanco. Pero allí están. Felices como “Papá”
después de un día de pesca.
Nos
queda un Hemingway que escribió brillantes crónicas de liviana
profundidad -sin ir más lejos, la recopilación de artículos del
Toronto Star prologados
por Rodrigo Fresán- ,
relatos en los que transpira el desasosiego, el drama o la aventura
en una sencillez formal tan
difícil de conseguir y tan
mal imitada, novelas aceptables y alguna joya mínima a la que nunca
dejaremos de tener cariño aunque sólo sea por el contexto de
nuestra biografía, como Al otro lado del río y entre los
árboles. Sin embargo es demasiado tarde para creernos al macho
de escopetas y letras, al amante compulsivo, al pendenciero
ilustrado, al aguerrido combatiente de causas nobles, al defensor de
la verdad y caballero de lealtades inquebrantables. Lo resumió, a la
manera de
dardo en la diana, el magnificente y católico Paul Johnson: “Fue
un hombre asesinado por su propio arte, y su vida es una lección que
todos los intelectuales deberían aprender: el arte no es
suficiente”. La vida, en cambio, sí lo es.