Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

El infierno vasco

2 de diciembre de 2008

Desde la recuperación democrática en 1977, una treintena de películas han abordado la lacra del terrorismo de ETA. Casi en su mayoría desde la ficción cinematográfica. Comando Txikia, de José Luis Madrid (1977), El caso Almería, de Pedro Costa (1983), Sombras de una batalla, de Mario Camus (1993), Días contados, de Imanol Uribe (1994), Yoyes, de Helena Taberna (2000), Asesinato en febrero, de Eterio Ortega (2001) o Tiro en la nuca, de Jaime Rosales (2008), por citar algunas de las más conocidas y más representativas del enfoque usual. Si comparamos la atención que la literatura y el periodismo ha dedicado a la violencia en el País Vasco con el total de películas sobre el mismo asunto, el déficit visual es incuestionable. Sobre todo si tenemos en cuenta que hasta hace muy poco el documental no se había ocupado de reflejar la realidad de los que han sufrido y sufren los efectos del terror en propias carnes. La pelota vasca, de Julio Medem (2003), fue uno de los primeros intentos de analizar desde el cine de no ficción la situación política en el País Vasco. No fueron pocos los que se quejaron de que el film otorgaba un protagonismo inmerecido a los que todavía no condenan la violencia etarra, los que señalaron que el documental nivelaba moralmente a víctimas y verdugos. No es el cometido de estas líneas hacer una valoración crítica de La pelota vasca. En cualquier caso, la película de Julio Medem abrió un debate interesante sobre los mecanismos dialécticos del montaje y las posibilidades ideológicas de la no ficción cinematográfica en un país con parca tradición documental. A resultas de aquella polémica, Iñaki Arteta rodó Trece entre mil (2005). Un film urgente y de una dureza estremecedora. Seca y rotunda. El testimonio de trece víctimas del terror etarra.

Siguiendo la misma línea El infierno vasco rastrea en la vida de algunos de aquellos que han tenido que abandonar el País Vasco por presiones y amenazas. Desde sacerdotes hasta políticos de distinto signo ideológico, pasando por policías, profesores y artistas. A todos ellos les une una visión parecida de la situación actual del País Vasco y un rechazo frontal al terrorismo de ETA. Anteriormente, Arteta había rodado Voces sin libertad y Olvidados (ambas de 2004) dos acercamientos complementarios a una misma realidad dramática. Asimismo, la obra y el compromiso cívico del artista Agustín Ibarrola propiciaron el documental Agustín Ibarrola. Entre el arte y la libertad (2004). La génesis de El infierno vasco se remonta a 2005, y, según las propias declaraciones del realizador, recogidas en la página www.elinfiernovasco.com, los medios técnicos fueron escasos y el proyecto se llevó a cabo no sin pocas dificultades crematísticas:

“Durante casi tres años nos hemos entrevistado con decenas de afectados que quisieron o no participar, con personas que nos hablaban de otras personas y que nos dirigían a un lado y a otro, hacia quienes podrían exponer su testimonio y hacia quienes nunca conseguiríamos que lo harían ante una cámara. Con una manejable cámara de formato HDV se realizaron todas las entrevistas. Sólo en algunas ocasiones asistió un técnico de sonido y en otras pocas se utilizó una steady cam. En el recorrido por todos los lugares de España a los que nos fue llevando la búsqueda de casos, el equipo de redujo al máximo. Fueron muchos días de viajes, de grabación, de ir a lugares y tener que volver a por más material de apoyo y se trataba de tener la movilidad suficiente para poder tomar la decisión de emprender un viaje de un día para otro.”

El infierno vasco mantiene la misma estética urgente y estilo deslavazado de Trece entre mil. La voluntad de denuncia, de panfleto visual (en su acepción noble) parece determinar una apuesta formal sin demasiadas complejidades narrativas ni preocupaciones por la gramática de los planos. De hecho, aunque sea difícil reconocer cuánto hay de conciencia y cuánto de apresuramiento, los encuadres desencajados suman fuerza dramática a las escenas más tensas. Chirría, no obstante, cuando Arteta introduce insertos líricos (estampas nostálgicas de cantábrico embravecido), pues desentonan en un discurso perentorio y alejado de circunloquios. Seguramente, la intención no es otra que reproducir la común sensación de nostalgia que transmiten todos los testimonios. Pero, ya digo, el artificio no llega a acoplarse con el reflejo descarnado del desarraigo. De todas formas, el mayor interés de El Infierno vasco se encuentra en su propuesta y en el convencimiento de llevarla adelante. Un compromiso a contracorriente que abre vías de denuncia y reflexión políticas nada desdeñables.

Dirigido por (nº 384, Diciembre, 2008)

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