Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Sabino en la ciudad

16 de octubre de 2008

Llegué temprano y me entretuve con los cromos de Alphonse Mucha (¡anís La Castellana!). Trazo pulido, decorativismo art-decó y fantasías medievales. Sopor. Me recordaron, en cualquier caso, aquellas maravillosas viñetas de Harold Foster y Alex Raymond. Del Príncipe Valiente al maléfico Emperador Ming (acojonaba Ming, la verdad). La infancia antigua, y demasiado anticuada incluso entonces, como aquellos cómics manoseados de los domingos en el Mercat de Sant Antoni: Hazañas Bélicas, El capitán Trueno, El Jabato, Corto Maltés, El guerrero del antifaz, The Spirit y en ese plan. Zapatos ortopédicos, rebeldía capilar atenuada con colonia a granel, desprecio por la higiene, cinco duros de la yaya y rodillas en carne viva. La propia nostalgia me carga casi tanto como la ajena. Y este simbolismo de golosina y a plumilla que tengo frente a las narices. Así que me salgo.

Fui a CaixaFòrum para ver actuar a Sabino Méndez. En esta ocasión, en unos cursos que imparte sobre Historia de la Rumba. Instruye amenizando en píldoras de metraje ajustado. Una hora y media por clase. Ilustración con guitarreo en los minutos finales. No hay que perdérselo.

Conocí a Sabino hace una década. En los pasillos de la facultad de letras de la Universidad de Barcelona. Me abalancé y pregunté si era él. Tuvo un detalle muy amable y poco frecuente en los artistas: me respondió interesándose por mi nombre e identidad. A partir de ahí nos tuteamos. Hablamos de Sam Fuller, Raymond Chander, John Ford, Costafreda (sus poesías completas pasaron de mis anaqueles a la biblioteca de Méndez, por arte de birlibirloque y muy a mi pesar), Hunter S. Thompson, Carlos Barral y algunos nombres más que han alimentado una conversación interrumpida y recuperada a lo largo de estos años. Conversación que se prolonga más allá de las cenas de compromiso, las parties y las copas requeridas. Una complicidad en medio de la hoguera de las vanidades.

Siempre le deberé a Sabino un cable. Me enviaron al festival ese de Sitges como se envía la carne de cañón a campo abierto y artillería enemiga. En pelotas. Yo necesitaba escribir ese artículo (y sobre todo cobrarlo, of course) y mentí a la publicación un pase de prensa del que carecía. Llamé a Sabino a la desesperada y apuradísimo, porque mentir se me da fatal y me acarrea graves conflictos morales (otra cosa son el dramatismo y la mixtificación, que me encantan). No sólo me pasó su pase de prensa sino que además me ofreció su casa (por aquellos días vivía en la afueras de Sitges). Fue cuando me presentó a Mercedes, una vallisoletana guapísima, listísima y de nervio emprendedor. Mercedes y Sabino hacía poco que se habían casado. Mercedes vale un mundo y mucho más.

Escribí el artículo. Lo cobré.

Estos días Sabino habla de la Rumba. En la clase de esta semana, concretamente, sobre sus orígenes africanos. El tráfico de esclavos se bifurcó entre el Nuevo Mundo y Asia. En América se forjaron mil variantes rítmicas del tam-tam primitivo. Otro tanto en Oriente. Escuchamos una maravilla de Papa Wemba y un delirio gitano de Goran Bregovic.

Pienso que la música, por encima de las demás artes, demuestra que todos somos fronterizos, mestizos y fets de mil llets. Y que la música llamada popular (vamos, la que nos interesa) mantiene en los grilletes de la esclavitud la arrogancia de la libertad.

Una arrogancia que se transmite de generación en generación. Aunque a veces los mayores sean un coñazo.

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