Muerte (indultada) en la tarde

Leo unanimidad en la cosa del toro y José Tomás del otro día. Salió a hombros de la Monumental de Barcelona y portando, más estupefacto que convencido, una senyera en las manos. Debo confesar, así a primer párrafo, que mi indiferencia hacia el arte del toreo es absoluta, más monumental que la plaza de marras. Tal vez por culpa de aquellas interminables y asfixiantes tardes de toros televisivados a las que me sometía mi querido abuelo Joan -que, como buen catalán a la vieja y noble usanza, sólo gustaba de los toros, las mujeres y las sardanas, aunque creo que no precisamente por ese orden- soy inmune al goce estético –y los hay que gozan mucho contemplando corridas ajenas- de observar a un tipo disfrazado ridículamente y haciendo el amor metafórico con un semental. En esta ocasión el semental se llamaba Idílico y por su bravura la plaza en pleno pidió el indulto. Me cuenta una instruida dama, mientras exijo más que pido con la mirada su ración de mandonguilla amb ceps y apuro el alado Merlot, que rara vez se indulta a un toro y que en esta ocasión la catarsis de peineta y mantilla fue inaudita, estupenda. Idílico, pues, propagará la especie de sementales, tal y como testimonia el cronista en un face to face precioso.

En todo caso, la literatura que gira alrededor de la tauromaquia ha alcanzado niveles excelentes, a veces hasta emocionantes. Desde las crónicas taurinas de Joaquín Vidal o la radiografía intensa de Por los adentros de los hermanos Boix hasta las irredentas escrituras de principios antitaurinos de Manuel Vicent e Iván Tubau. Así que llego a la conclusión de que espectáculo que despierta tanta víscera esplendente y estilo razonado debe de tener su qué. Aunque a mí, tonto entre los tontos, me sea imposible advertirlo. Bien es cierto que el cartel institucional de Barcelona, ciudad antitaurina me ha tentado algunas veces a cogerle afición a la fiesta. Mas me lo impide la heterodoxia. Al igual que me impide hacerme antibarcelonista de balompié, pues entonces en nada me diferenciaría de un ortodoxo antinacionalista (catalán). Y hay que cuidar la heterodoxia por encima de todo. Lo describió con tino Alfonso Reyes, citado por Fernando Savater en Contra las patrias:

“Digamos aún con Saint-Beuve que hay momentos en que todos los ciudadanos de un pueblo deberían leer, noche a noche, unas páginas de Montaigne. En la actitud de Montaigne frente a su siglo, no descubriremos debilidad, ni hay derecho a ello: ser sereno ante las locuras populares es la más grande heroicidad. Los jefes de la política son generalmente hombres necios y literatos fracasados. Noble alteza no darse a ellos, aun cuando los gibelinos nos tengan por güelfos y los güelfos por gibelinos”.

Pero en fin, yo venía a hablarles de la cosa de la otra tarde. Subía en ascensor al más infernal de los círculos infernales acompañado por tres publicistas que hablaban de sus asuntos publicitándolos públicamente. Estaban contentos y así lo hacían saber al común de los condenados. Habían cerrado un excelente trato con una empresa de celulares, por decirlo oceanográficamente chic, y lo iban a celebrar asistiendo al espectáculo de José Tomás. La chica publicista mostró ciertos reparos, y si la memoria ni el rabillo del ojo me fallan, arrugó la nariz a la altura de la montura de sus gafas de pasta multicolor y exclamó constipada. “-¿José Tomás?”. “-Sí, José Tomás. ¡Esss lo más, tía!”. Se apearon del ascensor así, chispeantes de vida.

Ya solo, y a punto para encarar las fauces matinales del averno, me dio por pensar en el gusto de los publicistas por José Tomás, que tal vez imponga un imaginario visual y en movimiento, al igual que, durante años, las metáforas pirotécnicas de García Lorca han alumbrado una retahíla de eslóganes más o menos pegadizos, más o menos persuasivos. Poeta del pueblo. Torero del pueblo.