Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

El jardinero español II

24 de septiembre de 2008

Cuando encaramos la autopista y allá en el fondo se aproximan sigilosos los monstruos de hormigón porciolesco, me reconcilio por enésima vez con el blaugrana fúlgido de la torre Agbar. El consolador. Ha calado la coña popular como sólo la mención del solitario y aliviador adminículo puede hacerlo en una ciudad hembra. La denominación de falo pronto cayó en desuso. Sé muy bien que estamos llegando a un punto crítico donde pocos jardineros se resisten a romper el silencio mullido y formular una queja archisabida que podré resolver con un vago y masticado monosílabo o por el contrario requerirá de una adhesión argumentada e inquebrantable. El ridículo límite de velocidad y sus diversos controles. Vamos a sesenta por hora, y esta vez tuve suerte con el gesto afirmativo del cogote acompañado de un gruñido. Pero los hay muy tercos y a veces uno no ha podido librarse del acoso hasta que ha gritado contra las ventanillas, varias veces, reiteradamente, que dónde iremos a parar, que así no se puede conducir, que la culpa es de los de siempre y que porco governo por siempre porco.

Reconozco que en el trato con el jardinero español no todo es bomba contra el palco. Merced a los aullidos nocturnos y sospechosos de farlopa me enteré de que la chiquillada actual llama hucha a los culos apetecibles. Una lección sociolingüística envuelta en atronadora música para orangutanes. Pasaba una motociclista con el pantalón bajo de cintura y ante la visión de la carne sesgada allá donde la espalda pierde su nombre, el imberbe taxista me ordenó: “Mire esa hucha, joder, está para petarla aquí mismo”. Ayudado por el formalismo formal me resistí a pedirle que me dejara en la esquina más cercana.

Pero ya se sabe que cualquier roce humano comporta inconvenientes. Y el hermetismo ensimismado en el interior de un taxi es casi imposible. A no ser que uno tenga la suerte de toparse con un jardinero extranjero turbado de turbante que introduce la dirección en el gps del vehículo realquilado y tira millas.

Sea como fuere, a mí me encanta ir en taxi. Asocio el gesto cinematográfico de pedirlo desde el borde de la acera con el fin de tajo o de una velada agradable con cansancio en los huesos. De esta manera, noche tras noche, cruzamos el puente de las Glorias, dejamos atrás el centro de la ciudad y por un momento todo pasa a formar parte del recuerdo. Es un momento sólo, agradabilísimo en que la memoria se adueña del instante presente para ordenar meticulosamente el pasado y construir una lógica futura en medio de la noche y la nada. Un instante únicamente, que se ve interrumpido de pronto por las quejas sobre el ridículo límite de velocidad y sus controles.

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