Extrarradiografías

      
Sólo conozco el mundo cuando escribo.       
Joseph Roth       

Nudismo

31 de agosto de 2008

No sé si se debió tanto a la herencia genética del anarquismo en su acepción naturista, de bucólica y cándida vuelta a la utopía genesiaca, como de la enésima muestra de una corrección llevada al absurdo cívico. Sea como fuere, hará unos cuatro años, el Ayuntamiento de Barcelona editó unos trípticos, 2.000 ejemplares, bajo el título publicitario: “Expresarse en desnudez, el derecho individual a la indumentaria libre”.

La cosa del fomento del despelote urbano se debió a un lobby que hasta entonces parecía más bien marginal y pintoresco dentro de las poderosas asociaciones de minorías locales: los nudistas y naturistas. Y que no han cejado en su empeño de exhibir sus atributos por toda la ciudad como reivindicación de no se sabe muy bien qué, llegando a organizar ambiguas y sufridas paseadas en bicicleta.

Pero ya digo, en Barcelona, todo lo que recuerde vagamente su pasado de rosa de fuego es cuanto menos tomado en serio. Tan en serio que incluso se echa mano del erario público para concienciar de la importancia de expresarse en desnudo a los conciudadanos bestiales que cada mañana se visten por los pies.

Y ahí empieza la retahíla de sacrosantos vocablos que impide el rechistar de nadie, a menos que a ese don nadie no le importe recibir el flagelo a modo de cualquier epíteto sobado y sobón.

Dejemos a un lado el hacinamiento pleonástico del “derecho individual” y centrémonos, si no es molestia, en “la indumentaria libre”. La memez propagandística, previo brainstorming, alcanza la desfachatez léxica al denominar la piel humana una vestimenta. De esta manera, la estulticia, “libre” como el mar, y seguro que a disgusto de los propios estultos, legitima, por extensión semántica, a todos aquellos que libremente adornan y abrigan su cuerpo con “vestimentas”, ya sean serpientes, zorros, liebres o gatos holgazanes, funámbulos y ninfomaníacos.

Pese a todo, confieso que soy un apasionado de las playas nudistas. No tomen, pues, mis diatribas como filípicas airadas de un viejo moralista desdentado y prostático sino más bien como la modesta voluntad extrarradial de colocar cada cosa en su sitio idóneo. Y para la desnudez bruñida de ocioso sol veraniego nada mejor, más sano, ni más higiénico que una playa nudista. Si no hay mal que por bien no venga, al parecer de la sabiduría popular y de algún macabro dictador, el puritanismo minoritario ha provocado una germinación abundante y magnífica de playas nudistas en el litoral barcelonés.

Algunas incluso adornadas con el estandarte gay como advertencia para incautos y exhibición de nuevo territorio subyugado.

Yo me dejo caer por la pequeña cala de Sant Adrià del Besòs, bautizada, con sorna radioactiva, como playa de Chernóbil, por su malhadada ubicación entre el espigón (el pont de petroli), la antigua central termoeléctrica (les tres xemeneies) y cerca, para mayor deleite de decadentes y existencialistas, de la incineradora de residuos metropolitana.

Como les decía, nada mejor, más sano, ni más higiénico que una playa nudista. No me refiero solamente a los efectos físicos, salubres, agradables del tierno y comedido sol de una mañana de septiembre acariciando el cuerpo despelotado, húmedo y sazonado de arena y sal, sino también al reposo psíquico y espiritual que produce degustar mansa y sensualmente los precarios placeres terrenales con la conciencia de la inevitable putrefacción de la materia pero sin las perturbaciones perentorias del deseo. Pues, ténganlo por seguro, pocas cosas menos eróticas en esta vida que una playa nudista.

El único atisbo de lubricidad debe de agazaparse tras las gafas ahumadas y a la sombra de la visera de la gorra de ese señor bajito, calvo, abotijado que estruja con fuerza bajo el sobaco sudado una edición manoseada de El Sport y que ahora vemos deslizarse por el paseo marítimo calculando la morosidad de sus zapatos de rejilla.

El chapoteo y las risas de los críos me rescatan de la insolación alucinada. Me desperezo con una violenta zambullida. Las brazadas en “indumentaria libre” relajan los músculos, suavizan los achaques de la espalda y atemperan los excesos imaginativos. Queda la orilla en panorámica, murmullo lejano, y quién lo iba a decir, leves destellos esmeralda sobre las aguas de Chernóbil.

Pero hablábamos de erotismo, si mal no recuerdo. Del antierotismo de una playa nudista, para ser precisos. En esta cala desacomplejada, difícilmente hallarán las suaves y tersas tonalidades marmóreas de un Tiziano, las medidas praxitelesianas, el clasicismo, en fin, hecho carne. Ni tan siquiera los cánones estéticos de la posmodernidad encuentran un hueco de arena para extender la toalla al sol: las venus moldeadas en sesiones de pilates, las serpenteantes gogós que perfeccionan martes y jueves la danza del vientre en el gimnasio, sabrosona piel canela importada directamente de una rúa del carnaval de Río y con magna sorpresa apresada en la entrepierna del tanga, beldades de papel cuché retocadas con photoshop, pitiminí y osea. La irrealidad cibernética no tiene cabida en este lienzo de la realidad mortal y adiposa.

Olvídense, pues, del resplandor dorado y fatal de una esclava adornando un tobillo, el esmalte de uñas color cereza madura marca chanel, el pareo, la pamela arrogante, la nalga altiva, abrupta y picoteada, en la parte superior, por el rojo ardiente de un corazón indómito, caderas cretenses y la cintura cimbreante hasta alcanzar el arqueo de la columna, la espalda melosa, perlada de lágrimas de sal. Olvídense.

Sin embargo, la constatación barroca de la corrupción de la materia tiene su vivo exponente en esta galería de potenciales modelos de las estampas multitudinarias y porcinas de Spenser Tunick o los retratos hiperrealistas de un Lucian Freud. Pinceladas furiosas de carne blanda y arrugada, colgajos, sequedad de higo, pieles carbonizadas, calcinadas, abrasadas. Aunque, paradójicamente, las cicatrices acumuladas por el tiempo, las muescas de la experiencia conforman la cartografía por la que nos movemos a la hora de descifrar un cuerpo -la topografía anatómica y sus huellas de vida-, para amarlo, odiarlo, acariciarlo, morderlo, chuparlo, abrazarlo, poseerlo hasta el desparrame.

Susurra el titiritero Guido Ceronetti antes de coger aire y sumergirnos entre zurullos, condones y támpax arrastrados por el río Besós, que va a dar a la mar: "O escépticos, o sépticos".

Así sea, caro Guido.

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